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Los centenarios: Velázquez

Ahora le toca a Velázquez. Con ocasión del centenario de su nacimiento, hace para la fecha de hoy cuatrocientos años, se me ha pedido que diga algunas palabras a propósito suyo en un programa de televisión, y es cosa que hago desde luego con el mayor gusto. Conmemoraciones como ésta son siempre convenientes, y en cada caso están sometidas, no sólo a los diversos azares de la vida, sino a las características de la figura evocada, y también por supuesto a los condicionamientos de cada tiempo histórico. En el nuestro, la televisión resulta indispensable para que el evento alcance un verdadero calado social, que puede llegar a ser clamoroso. Este mismo año han sido varios los centenarios que se han celebrado, y todavía resuena en nuestros oídos el ruido suscitado por el primero del nacimiento de García Lorca, con la notable algarabía que las peculiaridades de su personalidad y patética muerte hacían inevitable. Fui amigo personal del gran poeta, y el único escritor superviviente que hubiera podido invocar su memoria, tan querida; y sin embargo, me abstuve de aportar en la ocasión mi posible testimonio. En cambio, no vacilé ante análoga efeméride en acudir a la convocatoria del Círculo de Bellas Artes para rendir discretamente homenaje con un puñado de devotos amigos a la figura de Rafael Dieste, fino escritor y (¡perdón por el anacronismo!) caballero cumplido. Ahora le toca el turno a Velázquez. En estos días nos enteramos por el periódico de los trabajos arduos que se están llevando a cabo para localizar y exhumar los despojos mortales del pintor, perdidos por la negligencia indiferente de generaciones, y la verdad es que no sabe uno qué pensar acerca de tanta diligencia... ¿Se sabe acaso el lugar donde reposan -si es que reposan- los restos de Cervantes, enterrado que fue en la iglesia de las Trinitarias a la que cada año acude en la fecha de su muerte la Real Academia Española para asistir a una modesta misa en sufragio de su alma? En fin, ¡paz a los muertos ilustres! Ahora le ha tocado su turno al centenario del nacimiento de Velázquez, y a él quiero sumar yo también mi profano sufragio.

Hace no demasiado tiempo la Asociación de Amigos del Museo del Prado me hizo el encargo de dictar allí una conferencia, dentro de una serie sobre la Vida de los Pintores, acerca de ese Maestro Máximo, encargo que yo cumplí trazando su biografía en forma muy estricta y sumaria. E inevitablemente hube de empezar mi trabajo con la ineludible referencia a aquel ya por entonces tan famoso estudio de Ortega y Gasset sobre Velázquez. Nuestro filósofo, puesto a analizar su personalidad, había tenido una genial ocurrencia: según él, la parvedad de su obra pictórica debía de haberse debido a una cierta desgana del artista, explicable por la esencial naturaleza del gran maestro: Velázquez habría vivido el proyecto de su propia vida, no como la de un tal pintor, sino como aspirante a una aristocracia, alcanzada a la postre mediante el ejercicio de sus soberbias dotes artesanas al servicio de la Corte real, donde él hubo de despertar a "su auténtica vocación", afirma. "Rechaza ahora con horror -especula el filósofo- la idea de dedicarse al oficio de pintor, de inscribir su vida externa e interna en esa figura de existencia. Proyecto tal había sido provocado mecánicamente -y esto quiere decir insinceramente- por la complacencia en ejercitar la exuberancia de sus dotes. Se trataba, pues, de una confusión de destino, tan frecuente en la adolescencia. Velázquez será -concluye- un gentilhombre que, de cuando en cuando, da unas pinceladas". Con tal autoridad se había impuesto la original ocurrencia de don José que luego, el distinguido especialista en historia del arte Jonathan Brown, si es que en un comienzo la adoptó, y sintió sus dudas más tarde, todavía la refleja al dar como título a su importantísimo libro, el de Velázquez, Pintor y Cortesano... Por supuesto, mi cuidadoso repaso de la trayectoria vital de este hombre, don Diego de Velázquez, no pudo por menos de tener en vista la curiosa tesis de mi maestro Ortega, tesis que -claro está- no carecía de algunas apoyaturas bastante plausibles. Por lo pronto, las pretensiones nobiliarias constituían una verdadera obsesión en la España de aquel entonces, y han persistido de manera casi maniática hasta ayer mismo, por no decir hasta hoy, cuando ya carecen casi de toda consecuencia práctica; y Velázquez no pudo ser en modo alguno ajeno a ellas. En aquellos momentos se encontraba, además, ya en marcha en España el proceso por el cual la profesión de pintor conseguiría acceder a la dignidad de las artes liberales, acompañada por cierto de muy positivas ventajas fiscales, una dignidad que la sociedad burguesa de los Países Bajos les había anticipado. El rápido ascenso social de Velázquez dentro de la Corte, en una época que concedía especial estima a las artes y a las letras, fue sin duda favorecido también por la suerte, factor nunca desdeñable. No hay que suponer por lo demás que sus obligaciones de cortesano fueran obstáculo o impedimento para su actividad de pintor, pues ésta no constituía por entonces, como luego a partir del Romanticismo y hasta el día de hoy, una específica profesión liberal, sino que entraba dentro de un conjunto de servicios relacionados con el gusto y con las habilidades artesanales. Conviene no perder de vista que en aquella época el artista pintor tenía plena conciencia de la función decorativa de su arte, y que cada obra particular era concebida y ejecutada como parte de un conjunto, y en modo alguno desligada del contexto. Los cuadros que hoy admiramos en los museos -los de Velázquez, y los de tantos y tantos artistas como llenan la historia de la pintura- necesitan para su completa comprensión y disfrute ser reintegrados imaginativamente al emplazamiento para el que fueron pintados, y aun ello los que lo fueron para adornar una sala burguesa. (Sólo últimamente se ha hecho cosa habitual eso de pintar cuadros para los museos).

Sea como quiera, si cuatro siglos después de su nacimiento nos interesamos a la fecha actual por las peripecias vitales de un personaje que se llamó en su día don Diego de Velázquez y Silva; si tan denodada y quizá insensatamente removemos la tierra en busca de su cadáver, es sin duda alguna a causa de aquellas desganadas pinceladas con las que un indolente gentilhombre de cámara se entretuvo en trazar los cuadros de Las Hilanderas y de Las Meninas que admiramos en las paredes de la pinacoteca. Más allá de cualquier información fidedigna sobre su catadura física y sobre sus pasos en la tierra, son estas pinturas las que de veras nos hablan de ese hombre singular, son esos lienzos la voz con que desde el pasado remoto se dirige a nosotros, y nos arrebata hacia la esfera intemporal de los sentimientos y valores estéticos para conmovernos y elevarnos. Esa voz insonora es personalísima, mucho más que pueda serlo cualquier dato histórico acerca del pintor; por ella lo reconocemos, y con ella se dirige personalmente a cada uno de nosotros, buscando nuestra personal respuesta en la esfera exenta de las percepciones artísticas.

Y ¿cómo es la voz que podemos escuchar desde las pinturas de Velázquez? Todos los grandes artistas, y él es supremo, tienen cada cual su propia voz y acento inconfundible, expresión fiel de su temperamento, despertando con ella en el oyente la respuesta de emociones acordes. Hay artistas que nos predican con enfática solemnidad; los hay que al hablarnos invitan al recogimiento, al éxtasis místico o erótico; los hay que inducen a la melancolía; los hay que gritan desaforadamente hasta intimidarnos... ¿Cómo será, pues, la voz de Velázquez? A mí me da una impresión confortadora de sosiego (sosiego: la nota de carácter atribuida en su tiempo al hombre español), de calma, de impasible dignidad, de distancia elegante, de racionabilidad (o aun racionalidad: Ortega le relacionaba de alguna manera en su tan mentado estudio con el pensamiento de Descartes); en fin, de una exquisitez, de una delicadeza nada incompatibles -al contrario- con el gran vigor y energía suma...

Todo esto es, ya lo sé, enteramente ajeno a los análisis técnicos, a las perspectivas históricas, a lo que en definitiva es esencial al estudio objetivo que gentes capacitadas han hecho y siguen haciendo del sentido y la calidad artística de la obra velazqueña; pero en la celebración de los centenarios todo cabe, todo vale.

Francisco Ayala es escritor.

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