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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Deportes y prejuicios IMMA MONSÓ

Desde hace mucho, vengo pensando en elegir algún deporte para el día en que me prejubile, lo que puede estar al caer. Hasta el momento, el estrés ha sustituido con gran eficacia al deporte en mi vida, de modo que ni para estar en forma, ni para adelgazar, ni para nada he necesitado practicar deporte alguno. Sin embargo, insisto, siento gran interés por deportes que siempre me han atraído, pero con los que guardo una relación ambigua y conflictiva, cargada de prejuicios, lo reconozco ya de antemano. Descarto de entrada los deportes de equipo. Nada que se haga en equipo puede ser bueno para mi salud (mental). También descarto el gimnasio. Ir al gimnasio para estar en forma me parece lo mismo que ir a la discoteca para ligar. El objetivo es demasiado obvio, poco sutil. Unos amigos me hablaron del golf. Mientras le regalábamos al amigo Álvaro unos palos de golf en su fiesta de cumpleaños, pensé que eran bonitos. Me decían también: "Y estás rodeado de naturaleza". Eso ya me parecía discutible, dado que son los kilolitros de agua invertidos, y no la naturaleza, lo que nos provee de esos céspedes tan cucos en nuestras áridas tierras. Me dijeron también que era un deporte vicioso, lo que me pareció muy interesante. Sin embargo, como justamente estaba yo leyendo Un mundo para Julius, de Bryce Echenique, no acabé de verme de golfista, y hasta me pregunté si podría evitar que demasiados golfistas me recordaran a Juan Lucas o, lo que es muchísimo peor, a su primo político Juan Lastarria. En fin, prejuicios. Los mismos que me impiden entregarme a un deporte que siempre me ha atraído, el esquí de descenso, debido a las colas que suelen formarse en las pistas de poca dificultad. Contra las colas tengo varios prejuicios, entre otros los colores chillones de los anoraks que alteran la nevada paz de la montaña, colores todos que según el cromoterapeuta de mi amiga Antonia son malos para los nervios. Tengo otro prejuicio: la forma de conducir de muchos esquiadores. Vean si no cómo se pone en la temporada de esquí la autopista A-7 los viernes por la noche: atasco en el peaje de Martorell, luego pasan zumbando con los esquís en la baca. Fiuuuu. Para llegar y atascarse ante el telesilla. Y luego descender zumbando la montaña: fiuuuu. Y luego (fiuuuu) regresan zumbando hasta el atasco de la operación retorno. Extraña forma de vida, que reza el hermoso título del libro de Vila-Matas. Como alternativa, pienso a veces en el esquí de fondo. Sin embargo, tengo otro prejuicio contra estos deportes de tipo excursionista, y es que contienen un cierto porcentaje de gente puritana, fundamentalistas del zumo de rábano que tienen ideas como muy sólidas acerca de la salud, de la maldad del tabaco y del alcohol, de la bondad del cortado y del cacaolat, de la patria y hasta de las propinas. Lo malo no es que tengan ideas, lo malo es que sean sólidas. En la línea de deportes solitarios, accesibles y rodeados de naturaleza, tenemos el ciclismo. De hecho, tuve un novio que trató de asesinarme mediante este deporte. Para empezar, a la semana de conocernos me regaló una bicicleta, lo que ya debiera haberme hecho concebir las peores sospechas. Pese a todo, no consiguió su propósito de subirme a la bici hasta años más tarde, cuando me llevó a una excursión por las cornisas de la Costa Brava diciendo constantemente: "Sólo queda esta curva, y descansamos junto al arroyo". Tras cientos de curvas llegamos al arroyo, en donde estuve haciendo testamento figurado porque por aquel entonces ya había leído en alguna parte que parar bruscamente de hacer ejercicio puede llevarte a la tumba en un santiamén. La solución es no parar bruscamente, pero, en mi situación límite, ¿cómo no parar,si caí redonda en el arroyo? Habría podido ahogarme con algo de ayuda por su parte, pero, partidario del crimen perfecto, el hombre prefirió apostar por la oportunidad que le brindaba el descenso. Ingenua de mí, había creído que el descenso era jauja, pero no: la fuerza precisa para controlar los frenos me despellejó las manos, y para colmo recordé de pronto que no lograría bajar del artefacto a menos de estrellarme contra un pino, pues bajo el pretexto de que así se cansa una menos, él me había subido el sillín para que no me llegaran los pies al suelo. Yo no acierto a recordar cómo acabó todo aquello, no sé, hay cosas, lo juro, que se borran de la mente de una manera rarísima. Luego están los deportes emocionantes, tipo paracaidismo. Ése lo tengo yo entre ceja y ceja, sólo que lo dejo para una edad muy avanzada; por ejemplo, cuando ya muy anciana y achacosa, estando todos mis amigos muertos, no le halle sentido alguno a la vida, tengo pensado suicidarme lanzándome en paracaídas. Nos reíamos Mercedes Abad y yo la otra noche en la cena de los 30 años de Tusquets hablando del asunto. Entonces me dijo: "¿Por qué no te vienes a remar?". Cierto es que, como bien se pudo comprobar al verla recitar Espronceda en el jardín de la editorial, lucía figura espectacular de diosa de los helenos. Sin embargo, yo estaba convencida de que la había adquirido leyendo a Homero, ya que a eso se dedica últimamente. "Pues no", me aclaró. "Ha sido remando". Me habló de la armonía, de la soledad del esquife individual, del maravilloso chapoteo de los remos contra las aguas. Casi me convence. Me advirtió, sin embargo, de una pega, que tras horas de darle vueltas me ha parecido un inconveniente aterrador: "Se va para atrás y no puedes ver lo que te espera". Así las cosas, no más me queda andar. Pero, ¿hacia dónde?

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