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Tribuna
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Que se arranque

Por aquellos tiempos la respuesta a qué ganaderías preferías era: "La que más se arranque". A finales de los cuarenta, principios de los cincuenta, el que no calentara a la gente tras el cuarto pase, mal lo llevaba. Los muletazos por bajo no eran de adorno, como ahora, ni se daban a finales de faena. Casi siempre eran necesarios en los principios. El ¡Vamos a poder con él! de entonces contrasta con el ¡Vamos a cuidarlo! de hoy.Los banderilleros corrían los toros de salida, no sólo para "pararlos", también para que el matador los viera. Algunos, los mejores, hasta te cantaban excelencias y defectos. ¡Mira, mira, cómo mete la cara! O, por el contrario, ¡Cuidado por aquí! La verdad es que aquello era un remolino de toro, capote y torero, envuelto en polvo. Al plantarte ante él, ya hervías. Cuando te dabas cuenta estabas en el platillo, con el toro envuelto a tu cintura. ¡Jesús!

Los subalternos, a la hora de banderillear le decían al que lidiaba ¡Déjalo que se me venga de largo! Y así era. Preferían que se arrancara como un tren nada más citarlo, que remoloneara. Generalmente se consumaba un tercio movido y alegre especialmente emotivo. Todos debían estar prestos a la salida del par. Los toros perseguían casi siempre.

¡Más largo!, ¡más largo!, recomendaban los picadores cuando estabas colocando a un toro en suerte. Lo explicaban así: " Al primer encontronazo le tengo metidas las cuerdas, antes de que llegue al caballo". Cierto, les colocabas los toros bastante más lejos de la raya y al tirarle el palo ya saltaba la sangre. Cuando llegaba al peto, aunque derribara, el puyazo no se lo quitaba nadie. Aquellos toros pesaban menos, cierto. La casta les salía por los ojos y, a veces, demasiadas, la mala leche.

Si aparecía uno que sobresalía en casta sobre los demás, aquello tomaba otro copero. Si, además, desarrollaba sentido, ¡para qué las cosas! Entonces nadie se acordaba del reglamento, ni los policías. El que marcaba la norma era el toro y, sin duda, el peligro. ¿Quién puede impedir a un elemento de otra cuadrilla que esté presto al quite, aunque no le corresponda actuar? El peligro crea normas de comportamientos imposibles de prever. Los precedentes argumentan...

Interesaban los quites porque continuaban la diversión del público. Había derribos. Cuando no, acoso. Era necesario quitar los toros del celo. Casi siempre se aprovechaba la salida del caballo para darle ya un lance. Al tercero había que rematar, y ya estaba puesto en suerte. La gente pasaba del jaleo al quite a la atención al puyazo. Todo era más continuado. No había tiempo para hablar con el vecino, comprobar cómo vestía fulanita u otras mundanales licencias actuales... El toro centraba la atención de todos. Había, si no miedo, inquietud...

Cuando se cambiaba de algún miembro de la cuadrilla, contaba la opinión del que hacía de líder. Los picadores también opinaban. Cuando se veían en el suelo, entre los cuernos del toro y las patas del caballo, se calibran mejor las calidades de los compañeros... Los catamañanas no tenían sitio entre los buenos, aunque contaran muchos chistes...

Las faenas de muleta apenas tenían nada que ver con las actuales. El "torear despacito" de ahora, entonces se traducía en "cogerle el ritmo". Pero, como se arrancaban tantas veces y tan veloces, la cosa no era tan fácil. Cualquier equívoco significaba que la muleta, y a veces tú, salía entre los pitones. Por entonces los toros, aun los buenos, tiraban cornadas, derrotaban y "arrebañaban"".

Adelantar la muleta en los cites no era virtuosismo, sino obligación. Intentar acoplarse a la velocidad del toro, supervivencia. La zozobra que proporcionaba aquella lucha, la chispa que facilitaba la creación. Cuando se cuajaban un par de series a la cadencia del toro, una delicia. Si eran tres, la felicidad. Al ser la gran faena, no había nada más. Ni el amor... ¡Tiempos!

Juan Posada es matador de toros retirado y periodista.

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