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LA CRÓNICA Lo Magre IMMA MONSÓ

Los periódicos de Lleida, la ciudad que acogió a Jaume Magre en los años cincuenta a su regreso del exilio en Francia, publicaban estos días numerosos artículos de personas de su entorno que se declaraban consternadas y huérfanas tras su desaparición. Yo, que llevo días sintiento una orfandad que no cesa, apenas le frecuentaba, pero marcó mi vida con muy poco: su vaga presencia a lo largo de mi infancia, y un par de cursos en los que fue mi profesor. Acumuló tantos méritos en su función de promotor cultural, que el de profesor en la Alliance Française es el que menos se ha mencionado. Sin embargo, creo que su asombrosa actividad política no fue más que la prolongación, fuera de las clases, de su capacidad para contagiar entusiasmo por la cultura como fuente de vivencias intensas. Desde los siete años, mi amiga y yo veíamos pasar a Magre como un ciclón, mientras comíamos pipas en el rellano esperando el inicio de nuestras clases de francés que no impartía él, pues entonces sólo daba clases de literatura y cultura francesa. Años más tarde, con 14 años, habíamos superado todos los niveles disponibles. Sólo quedaban, pues, las clases para adultos. "Tindreu lo Magre", nos dijo alguien, con el tono singular que se emplea para hablar de esos seres en los que confluye lo entrañable con lo carismático. Así nos vimos mi amiga y yo, entre adultos que sabían de qué iba la cosa, copiando concienzudamente una línea de la pizarra donde él nos situaba la prensa en Francia según su orientación política de izquierda a derecha. Hasta entonces, pazguatas niñas de uniforme de monjas, jamás habíamos oído hablar de izquierda o derecha salvo en las clases de gimnasia. Sus palabras empezaron a provocarnos algún que otro pensamiento, que desarrollábamos dando vueltas en autobús entre la niebla mientras nos atiborrábamos de lionesas de El Ramillete. Era la Lleida árida de los últimos años de la dictadura, y él, con su labor en la Alliance, proyectaba en la oscuridad un haz luminoso y cosmopolita, cuando esta última palabra no se había aún convertido en un término hueco y contenía miles de sueños por explorar. Después vino un curso de literatura, para mí crucial. Leímos un libro de Roger Vailland, Beau masque, una especie de Germinal de Zola, destinado a crearnos una pequeña conciencia proletaria. Leímos a Molière y a Racine, Anouilh y Borís Vian. Y dedicamos meses a la lectura de Beckett. Esperando a Godot era una obra que Magre había puesto en escena años atrás. Lo más interesante fue que no entendimos nada. Pero lo poco que entendimos, marcó para siempre nuestras vidas. En mi caso, del todo, pues por primera vez caí en la cuenta de que la literatura, que hasta entonces sólo había concebido como mero entretenimiento, podía abrir mundos intempestivos que iban a cambiar mi existencia. Supe por vez primera que la palabra lucidez no guardaba relación con las bombillas, y por primera vez aprendí que "mantener una actitud crítica" no consistía en poner verde a la vecina del quinto. Se sembró en mí una idea que me interesa cada vez más: que la perplejidad es vital en el aprendizaje, y que no hace falta entenderlo todo para que lo que aprendes fructifique abundantemente. La historia o la literatura predigeridas que odiaba en el colegio, las amaba a través de su vehemencia incisiva y de su pasión exigente. ¿Carisma? ¿Seducción? Sin duda. Si hay alguna profesión donde el carisma cumple su función más noble, ésa es la enseñanza, donde no hay, como en el teatro, un público bien dispuesto, sino más bien un público propenso a morirse de asco a la menor ocasión. Nuestra relación fue, pues, asimétrica, como lo es a menudo entre profesor y alumno. A raíz de mi actividad literaria tuve con Magre algún que otro contacto en estos tres últimos años, como la conmovedora carta que de él recibí hace unos meses. En pocas palabras, construyó para mí la imagen de cómo me veía entonces, hace casi 30 años, cuando él era para mí una estrella de lucidez inalcanzable y yo para él una alumna aplicada pero silenciosa e incógnita. De ese modo pude saber algo que, de otro modo, nunca hubiera sabido. Por el contrario, aunque seguramente él podía intuirlas, yo nunca llegué a decirle estas cosas que ahora digo. Porque el tiempo pasa rápidamente y una no sabe si su querido profesor estará para gaitas, y opta por esperar indefinidamente, lo cual, además, es más cómodo. Los personajes de Beckett repiten a menudo este pequeño diálogo: -Allons-nous-en. -On ne peut pas. -Pourquoi? -On attend Godot. Y así, está una limpiando espinacas y se entera por la tele de que ha vuelto a llegar tarde a no se sabe muy bien qué, y al final una se acostumbra y hasta comprende que la vida siempre será lo mismo: llegar tarde por no haber logrado salir a tiempo, por haberse quedado esperando. Esperando a Godot pasan esas cosas. Pero también pasan cosas extraordinarias. De vez en cuando, sólo muy de vez en cuando, pasa alguien que te abre la conciencia de parte a parte, aunque tengas sólo la tontería de 14 años, y te la deja limpia y dispuesta para recibir todas las pasiones alegres por las que valdrá la pena vivir. Así pasó él por la Lleida de aquel entonces. Pasó lo Magre, y no hizo falta ir más lejos.

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