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Tribuna
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Reporteros

En una sala poco visitada de ese museo del futuro hay una imagen holográfica de un hombre de mediana edad, poco pelo, bolsas bajo los ojos, la tez mortecina algo enrojecida en la nariz, los dientes amarillos y picados y una colilla apagada entre los labios fláccidos, viste una gabardina arrugada e iluminada por lamparones de grasa, pantalón con más arrugas y pliegues que un farolillo chino de fuelle, camisa de color pardo amarillento a punto de estallar por la presión de una barriga fofa, corbata estilo trapo del polvo y chaqueta desestructurada de bolsillos abultados, del bolsillo del pecho sobresalen plumas y bolígrafos que han dejado su rastro de tinta, calza zapatos deslustrados de cordones, cuarteados y abarquillados de patear las calles, y calcetines cortos de dudosa limpieza. Gracias a los adelantos tecnológicos, si nos acercáramos podríamos captar los malsanos efluvios de su halitosis crónica y tal vez escuchar su tos bronca de fumador hiperactivo. El cartel identificador informa de que se trata de una raza extinguida, el reportero de prensa, un espécimen que sobrevivió malamente hasta los albores del siglo XXI cuando fue definitivamente desplazado de las redacciones por los ordenadores, los gestores, los diseñadores y unos ergonómicos robots informatizados que cumplían sus tareas sin pisar las calles, sin hablar mal de sus jefes, sin fumar, ni beber, ni despegar sus ojos de la pantalla mágica donde brota la información global y virtual como un maná predigerido que casi no hace falta tocar para elaborar un periódico, una revista o un programa informativo de televisión o radio.

La patética imagen me asalta desde varios ángulos comenzando por uno de las páginas de este periódico, la emotiva y dolorosa nota necrológica que Félix Bayón dedicó hace unos días a la muerte de nuestro amigo y compañero Juan González Yuste que de alguna manera venía a ser también epitafio de un tipo de periodista "que ya no se ve ni en las novelas", como escribía Félix.

Desde otro ángulo menos doloroso pero inquietante, leía unas declaraciones de otro amigo, Juan Madrid, que anunciaba su retirada de los ruedos del periodismo, desilusionado como Jesulín, pero a diferencia de éste por motivos muy específicos que poco tenían que ver con la nostalgia, el "desencanto" venía en este caso por los cambios de relación y producción acontecidos al compás del progreso tecnológico en el seno de las redacciones en las que los expertos en gestión, producción, diseño y decoración de interiores predominan sobre las opiniones y criterios de los redactores, por no hablar de los colaboradores, que tenemos el privilegio de opinar por escrito, en casa, o en el bar, pero nunca ante la empresa. El último vértice del triángulo se centra en el vertiginoso y verídico testimonio autobiográfico, agridulce, salvaje y entrañable de Maruja Torres y en su infatigable y muchas veces terrible anecdotario personal y profesional. Escrito sin rencor y con bastante piedad, como reconoce su autora, en Mujer en guerra se percibe el mismo poso de desilusión que en los comentarios de Félix y de Juan. Aunque lo enmascare mínimamente, pues es un libro sin máscara, bajo la coartada de cierta presunta merma de sus facultades hay algo más, otro dolor, cuando Maruja escribe: "He dejado de sentir mi enfermiza dependencia por las redacciones. Ya no las necesito como hogar provisional. Mi hogar soy yo misma, lo llevo dentro y esta vez es definitivo".

A finales de los años sesenta, cuando empecé a frecuentar las redacciones de los periódicos y las revistas en Madrid, conocí a varios profesionales que se parecían mucho al retrato robot holográfico y esperpéntico que abría esta columna, eran mucho mejores por dentro que por fuera y tan buenos fuera, en la calle, como sentados frente a su desvencijada máquina de escribir que no era una Underwood, ni una Smith Corona como la de las novelas, sino una oficinesca, casi militar Hispano Olivetti, Lexikon 80. Todos desaparecieron engullidos por el silencio informático y la asepsia laboral en un recodo del camino del progreso. Ya no existen ni en las novelas aunque sus fantasmas todavía visiten las columnas y a los columnistas, vinculados aún por unas cuantas líneas a lo que alguna vez fue su "hogar provisional".

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