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Tribuna
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Japoneses

Serían las ocho y media de la tarde, hora punta en el cotidiano bullir de la Gran Vía madrileña, la calle más emblemática de la ciudad. De pronto, el trasiego de gente quedaba interrumpido en un tramo de la acera por un grupo de transeúntes que contemplaba inmóvil una escena que rompía la monotonía del ir y venir. No era un charlatán de los que ofertan sus productos a voz en grito, ni un mimo de los que aguantan hieráticos el tipo hasta que alguien deposita unas monedas que activen su gesto de agradecimiento. Tampoco era un músico callejero quien cautivaba la atención de aquellos improvisados mirones. El espectáculo al que asistían con tan inusitado interés era la acción de un joven marroquí que tiraba perseverante del bolso de una señora japonesa a la que su marido agarraba para oponer mayor resistencia. Por un momento pareció que quienes presenciaban el episodio echaban en falta un telemando que les permitiera subir el volumen para escuchar mejor los gritos ahogados de la dama nipona y su honorable esposo. Fascinados por el reality show en vivo y en directo, nadie allí movía un músculo que permitiera interrumpir aquel cuadro denigrante. Alargóse así el forcejeo para mayor angustia de la pareja de orientales, que a punto estuvo de sucumbir ante las sacudidas crecientes del magrebí. Fue entonces cuando alguien irrumpió en la escena con aquel viejo y tradicional grito de ¡al ladrón! que tantos resultados diera antaño para cortar la acción de los cacos urbanos, sin que tampoco hubiera respuesta alguna.Los espectadores permanecieron igualmente quietos, aunque con renovado interés por los nuevos alicientes que al episodio aportaba la súbita incursión del espontáneo denunciante. Aquellas voces conseguían variar el curso del incidente cuando el joven tironero estaba ya a punto de lograr su objetivo. Al comprobar que los gritos acusadores proseguían, soltó el bolso que asía, mostró a todos sus manos vacías e inició una curiosa y premeditada carrera mientras gritaba señalando hacia adelante como si fuera él quien persiguiera al autor del delito. Con semejante táctica logró escurrir el bulto entre la masa humana sin que ningún agente de policía o una zancadilla oportuna interrumpiera su huida.

Los japoneses se fueron con el terror en el cuerpo, y los espectadores disolvieron la reunión reemprendiendo la marcha entre comentarios cruzados de indignación y deleite por llevarse a casa alguna historia nueva que contar. El show que presenciaron aquella tarde en Gran Vía es, sin embargo, como las estrellas fugaces del verano que sólo hay que mirar un rato fijamente al cielo para vislumbrar alguna. Esa zona junto a los aledaños de la Puerta del Sol y la plaza de España figuran especialmente marcadas por la Guía del orden público y prevención de crímenes de España, que edita la Embajada de Japón en Madrid para alertar a los viajeros de su país sobre lo que les puede suceder aquí. En ese manual aparece retratado el centro de nuestra capital como si fuera la cueva de Alí Babá, y nunca mejor dicho, porque previene específicamente contra la acción de grupos de "aspecto árabe". Una reseña que por racista que pueda parecer responde enteramente a la realidad. Hay una banda de unos veinte o treinta magrebíes que han convertido el centro de la capital en un auténtico avispero para los turistas. Caen inmisericordes sobre ellos sin apenas encontrar dificultades a su proceder. Son de sobra conocidos por vecinos, comerciantes y también por la policía, que de cuando en cuando los detiene metiéndoles por una puerta para sacarlos por otra al ser considerados los suyos delitos menores que aquí no son perseguidos judicialmente. Delitos menores de consecuencias mayores porque, gracias a la permisividad reinante con ésos y otros individuos, nuestra mala fama en el campo de la seguridad alcanza el Extremo Oriente. Una fama que ya teníamos ganada por motivos parecidos en países como Estados Unidos y el Reino Unido cuyas legaciones diplomáticas también alertan a los suyos sobre los asaltos en Madrid. En términos parecidos sería más rentable subvencionar una serie de telefilmes que permitiera contratar como protagonistas a los autores de los asaltos en el centro de Madrid. Al menos así podríamos utilizar el mando a distancia y cambiar de canal.

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