La batalla de los 'papables' laicos
La elección de presidente en Italia tiene la apariencia de un cónclave
El precónclave ha comenzado. El mandato de Oscar Luigi Scalfaro como presidente de la República italiana termina dentro de mes y medio, y el Parlamento nacional se prepara con armas y bagajes para hacer frente a la batalla más repleta de intrigas, reñida y compleja del calendario político italiano: la elección del nuevo jefe del Estado.Será porque en el palacio del Quirinal, sede de la presidencia de la República, han llegado a vivir 30 papas, pero la selección del inquilino por parte de diputados, senadores y delegados regionales, que se produce en Italia cada siete años, se ajusta a un ritual que guarda enormes semejanzas con la elección de un papa. Nadie invoca aquí la inspiración del Espíritu Santo, pero están a la orden del día las maniobras y pactos entre bastidores entre las diversas familias políticas italianas: la izquierda en sus distintas gamas, incluida la izquierda católica, el centro más o menos laico, la ex democracia cristiana, el centro y la derecha católicos. Como en la proximidad de un cónclave, en este periodo pre-electoral se lanzan nombres de presidenciables que son meros señuelos destinados a quemarse, mientras se aseguran en conciliábulos secretos los votos de los verdaderos candidatos.
En la carrera por la presidencia de la República, dicen los expertos, se vence sólo a fuerza de inteligencia, habilidad y, sobre todo, buenos padrinos. El presidente elegido tiene que ser, en teoría, una persona que represente una "síntesis creativa" de todas las opciones, como ocurre con los pontífices. Sin embargo, rara vez la elección satisface a toda la Iglesia política. La normativa establece (en el cónclave y en la elección presidencial) que el elegido lo sea por dos tercios de los votos, pero la exigencia se mantiene sólo en las tres primeras votaciones -en el caso de la elección presidencial- a fin de no alargar exageradamente el proceso, lo que no impide que sean necesarias decenas de escrutinios para llegar a la fumata blanca.
La elección de Oscar Luigi Scalfaro, un democristiano de profundas convicciones católicas, se produjo después de 16 votaciones, en mayo de 1992, cuando el candidato tenía 73 años. Hay varias razones que justifican lo reñido de la elección presidencial: la primera es que el presidente de la República goza de considerables poderes en Italia (como la de disolver las Cámaras y gestionar, siquiera indirectamente, las continuas crisis de Gobierno); la segunda es que se trata de un cargo estable y duradero en un país donde los Gobiernos cruzan como flechas el firmamento político; por último, no deja de ser el broche de oro ideal para cerrar una carrera política. La dificultad está en mantenerse neutral. A Scalfaro -cuya reelección está prácticamente descartada- la coalición de oposición, el Polo, le acusa de haber favorecido siempre al sector de centroizquierda y de haber usado dos pesos y dos medidas a la hora de gestionar dos crisis de Gobierno: la que acabó con el presidido por Silvio Berlusconi, cuando en el otoño de 1994 perdió el apoyo de la Liga Norte, y la que descabalgó a Romano Prodi en octubre pasado. De ahí que el centroderecha haya hecho especial hincapié en la necedidad de encontrar un candidato por encima de toda sospecha partidista, lo cual significa un candidato lo más afín posible.
Pero la verdadera batalla no se produce entre el Gobierno y la oposición, sino entre las distintas familias políticas. Una ley no escrita prevé una cierta alternancia entre candidatos, pero un vistazo a los nueve presidentes que ha tenido Italia desde 1946 permite comprobar muchos rasgos comunes en los perfiles de los elegidos, con independencia de que algunos fueran de izquierda y otros de derecha. Se trata, en todos los casos, de políticos más que maduros -con la excepción de Francesco Cossiga, elegido en la cincuentena-, con largos años de militancia a las espaldas, pero en ningún caso líderes de sus respectivos partidos, con la única excepción de Giuseppe Saragat, que dirigía un pequeño grupo.
El décimo presidente representa, sin embargo, un desafío para el colegio electoral. A las puertas del tercer milenio, Italia necesita desesperadamente nuevos aires de modernidad que rompan con los viejos esquemas eclesiales de la política nacional. Ya no bastan los doctos varones de compromiso, y no hay más que ver el éxito de lanzamiento de la candidatura de la comisaria europea Emma Bonino para darse cuenta de que los papables pueden cambiar de sexo.
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