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Tribuna
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Menos Europa: más Alemania

El autor traza un panorama poco optimista de las relaciones entre países de la UE.

Hemos venido asistiendo, en los últimos meses, a una especie de esgrima dialéctica entre el dimitido ministro alemán de Finanzas y el presidente del Banco Central Europeo. El primero le reclamaba al segundo menores tipos de interés y éste respondía con una negativa que, sin embargo, no consigue disuadirle de su empeño. Así que, a los pocos días, se repite la misma escena.La reiteración de este diálogo público, protagonizado por Oskar Lafontaine y Wim Duisenberg, ha tenido un efecto añadido: a su amparo y con idéntica insistencia, ha suscitado comentarios de muy distinto origen en apoyo del uno o del otro esgrimidor. Hay, por un lado, quienes ven en la postura alemana un ataque a la autonomía de la autoridad monetaria y manifiestan su escándalo de forma desgarrada. En el lado opuesto militan los que entienden que la legitimidad democrática justificaba cumplidamente a Lafontaine y sus responsabilidades le conferían autoridad sobrada para hacer estas apelaciones a una determinada orientación de la política monetaria.

Se resucita, de esta forma, un viejo debate entre legitimidad democrática y mercado que, sin duda, entraña un interés enorme. Pero me temo que ésta no es la cuestión de fondo que se esconde tras este combate dialéctico. Nos equivocaríamos si la redujéramos a esto. Hay algo, de mayor calado, que está afectando al proceso de construcción europea y que reconoceremos de inmediato si contestamos a una pregunta: ¿En nombre de quién hablaba Oskar Lafontaine cuando le pedía al BCE una bajada del tipo de interés?

Se equivocan quienes han censurado la actitud del exministro alemán por considerarla un ataque a la independencia del banco. De ser así, habríamos creado, cosa que no creo, una autoridad monetaria excesivamente frágil para la estabilidad de la divisa europea. Lo que en realidad resulta criticable en la postura de Lafontaine es que la ha adoptado sin haber obtenido previamente el consenso general de los otros 10 países del euro. Da por descontado que los lidera. Algo que, por otra parte, es la consecuencia lógica de que los avances políticos en la Unión hayan ido mucho más despacio que los estrictamente monetarios o mercantiles. Vemos como indiscutible que una moneda común exige una política monetaria única, pero somos más escépticos, y mucho menos exigentes, a la hora de apreciar la necesidad de una política económica común para quienes comparten esa moneda y esa misma política monetaria. Una contradicción ésta de la que únicamente puede resultar una quiebra de la cohesión interna de la UE que verá sustituirse el interés común por el del más poderoso. Cuanta menos Europa haya, más Alemania habrá, de la misma manera que, de no existir el euro, habría más marco y menos peseta.

El BCE está obligado a buscar la conveniencia general en sus tomas de decisión y a tratar de evitar que las diferencias de los niveles de bienestar entre los distintos países de la Unión, y las eventuales crisis asimétricas que entre ellos puedan producirse, se vean agudizadas por una política monetaria puesta al servicio del núcleo duro de la Unión o, más concretamente, del gigante alemán.

Pero para impedir que esto ocurra, no sólo es necesario que el banco esté protegido de las presiones políticas de los países más fuertes, que lo está, sino, además, y fundamentalmente, que éstos renuncien al ejercicio de la hegemonía que les proporciona su posición dentro del conjunto y se comprometan a integrar, desde posiciones no dominantes, su política económica en una política común.

Nada hay de malo en que las autoridades políticas y las monetarias compartan sus respectivos puntos de vista, bien sea sobre la conveniencia o no de mover los tipos de interés (función del banco), bien sea sobre las reformas estructurales o los sistemas públicos de bienestar social (función de los Gobiernos). Puede ser un diálogo razonable y enriquecedor para ambas, siempre, eso sí, que el diálogo se desarrolle entre sujetos que hablen en nombre de 11 países y que defiendan en sus propuestas un mismo interés: el del conjunto de los ciudadanos de la Unión o, si se prefiere, el de los países que comparten una misma moneda.

Es posible que, como se decía hace años de la General Motors y de Estados Unidos, Lafontaine haya pensado que lo que es bueno para Alemania es bueno para el resto de los países de la Unión y es probable también que haya bastantes que piensen que, por aquello de la locomotora alemana, al ministro germano no le falta razón; pero, aunque la tuviera, la medida exacta de conciliación de todos los intereses que coinciden en el proyecto europeo no puede resolverse de esta forma. No estamos construyendo un imperio, sino una Unión Europea.

La inexistencia de una política económica común ha hecho que el interés alemán se convierta en el principal protagonista de esta nueva fase del proyecto europeo. Es precisamente en este contexto en el que surgen las propuestas de la presidencia alemana respecto de la financiación europea, que, como se ve, son perfectamente coherentes con todo lo anteriormente dicho. Cuanto más débil sea el proyecto europeo más presencia tendrán las diferencias de poder entre los distintos Estados miembros. Y cuanto menor sea la financiación del proyecto, más débil será éste. Estamos, pues, en un momento crítico para el proyecto europeo, en el que la voluntad de construirlo se está sustituyendo por la palabrería a gusto del consumidor. Hace muy bien Xavier Vidal-Foch en denunciar como un "acto de retórica para ingenuos" la fraseología utilizada en la Cumbre de Luxemburgo, en noviembre de 1997, para crear una política común de empleo en contraste con los recortes que defiende ahora la presidencia alemana en los fondos para políticas de cohesión. Más aún si se tiene en cuenta que la prioridad declarada por la presidencia ha sido el "Pacto Europeo para el Empleo".

Es difícil entender que pueda haber una política efectiva de empleo en el ámbito europeo prescindiendo de los efectos que tienen sobre el mismo los actuales recursos de los fondos estructurales y del de Cohesión. No podemos perder de vista un hecho relevante en términos de convergencia: la necesidad de cumplir unos compromisos muy exigentes para estar en el euro desde el 1 de enero de este año ha obligado a varios países de la UE (España, fundamentalmente) a mantener un equilibrio macroeconómico por debajo del nivel óptimo de actividad que aconsejaría su retraso con respecto del nivel medio europeo. Nos hemos comprometido a crecer menos, gastar menos y arriesgar menos de lo que parecen pedirnos nuestras tasas de desempleo y hemos podido cumplirlo, sin excesivas tensiones sociales, no lo olvidemos, porque cada año la Unión Europea se ha venido haciendo cargo de una parte del déficit público español, equivalente al 1,2% de nuestro PIB, al financiarnos políticas esenciales para la creación de empleo y para impedir que los ajustes que hemos tenido que hacer nos hayan distanciado aún más de la convergencia real. Los duros ajustes de la convergencia habrían sido insoportables políticamente para los países que partieron de una situación de clara inferioridad de no haber sido por estas políticas de cohesión. Gracias a ellas, el camino hasta el euro se ha recorrido sin ensanchar las distancias entre los países más ricos y los menos ricos.

Hemos llegado al euro, y bienvenido sea. Pero, ahora lo vemos con claridad, el euro no era un punto de llegada, sino un hito del camino. El pacto de estabilidad nos obliga a seguir manteniendo políticas estrictas de contención y, de la misma forma que la política de cohesión fue clave para fortalecer la aceptabilidad política de la convergencia europea, su mantenimiento (y aun reforzamiento) en el futuro va a ser imprescindible para extraer del pacto de estabilidad todo su potencial sobre la convergencia real. Al afirmar esto, no estoy hablando de España, de Irlanda o de Portugal, estoy hablando del proyecto europeo. Justamente lo contrario de lo que ocurre con la propuesta de financiación de la presidencia, que habla solamente de Alemania. Defender la cohesión no es una forma de enfrentar a Alemania con los países de menor renta por habitante, sino de hacer asumir a aquélla su propia vocación europeísta. Sólo desde la existencia de una política común europea orientada al empleo es posible hacer fuerte la defensa de las políticas de cohesión. En los últimos tiempos nos estamos acostumbrando a hablar de Europa como de un quid pro quo. Tal vez sea porque los políticos que, en fechas recientes, impulsaron el proyecto europeo, Mitterrand, Kohl, Delors, González, han sido sustituidos por políticos "de baja intensidad", incapaces de saber encontrar en el interés común el interés particular. Cuando los jefes de Estado y de Gobierno se sientan a la mesa del Consejo Europeo con una calculadora en la mano hemos empezado a decir adiós a Europa. Y cuando la fuerza equilibradora de Europa deja de tener presencia, el equilibrio inercial se establece sobre las posiciones relativas de fuerza. O, dicho de otra forma, sobre el eje de rotación que establece Alemania.

José Antonio Griñán es diputado del PSOE y ex ministro de Trabajo.

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