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El campamento de Calamocarro, meca de miles de africanos

El centro de acogida es una "miniciudad" bien organizada por sus habitantes

La cabina telefónica situada al pie de la montaña que alberga el campamento de refugiados de Calamocarro, en Ceuta, fue el viernes pasado la más rentable de España. Durante toda la jornada largas colas de centroafricanos aguardaban su turno para comunicar con Camerún, Guinea, Senegal, Nigeria, Sierra Leona, Angola, Zaire, Etiopía, Sudán, Eritrea... Tenían dos noticias importantes que trasmitir a quienes todavía siguen aguantando guerras y hambrunas: la marcha, el jueves, de casi 90 africanos hacia la Península y la promesa, anunciada ese mismo día por la secretaria general de Asuntos Sociales, Amalia Gómez, de trasladar a otros 500 antes de mayo.

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España, fue el mensaje lanzado a África desde el locutorio, es un buen destino para los afortunados que logran atravesar clandestinamente la frontera.La mayoría han llegado de madrugada, algunos con la ropa mojada por las aguas del Estrecho. Otros vienen caminando desde las montañas. Casi todos llevan un plano para dar con el centro de refugiados de Calamocarro, el más numeroso de España. Oficialmente acoge a 900. En la realidad son casi 2.000. Sin embargo, esta densidad humana no ha alterado el funcionamiento del campo. Ellos mismos eligen a sus gobernantes, disponen de policía y se han asentado en zonas diferenciadas que han firmado la paz. Dos centenares de macrotiendas de campaña dividen claramente Calamocarro. Los magrebíes ocupan la explanada de la izquierda, junto a la entrada. No se mezclan con los subsaharianos, mayoría absoluta entre los refugiados. En el pasillo central, las tiendas de los anglófonos preceden a las francófonas. Si se ven obligados a compartir espacio, dividen el interior en dos mitades que se ignoran mutuamente aunque duerman pegadas.

En el norte, fiel reflejo de cualquier ciudad, viven los ricos del campamento, los que lucen oro en el pecho y los brazos, visten ropa de firma y escuchan música desde potentes altavoces. A este lugar se le conoce como Estados Unidos.

Las calles son un mercadillo permanente en el que se encuentra desde ropa usada hasta comida, cigarrillos, hachís, adornos y productos de limpieza. Alguno ha tratado de vender alicates cortaalambres, tablones y pequeñas escaleras. Nadie entendía la presencia de tales objetos hasta que los dueños explicaron a la Guardia Civil que se los habían comprado a la policía marroquí para cruzar cómodamente la verja fronteriza. Sucedió en diciembre y enero, cuando la inmigración ilegal alcanzó en Ceuta cotas históricas: casi mil en el último mes de 1998 -unos 30 diarios-; 535 en enero. En lo que lleva trascurrido febrero apenas han entrado 90. Es la consecuencia del reciente blindaje de la frontera.

Pero los problemas de quienes no pueden llegar en nada alteran la vida cotidiana de quienes ya lo han hecho. La vida sigue en Calamocarro. Una mujer mantiene abierto un puesto de manicura durante toda la jornada; otros afeitan y cortan el pelo, arreglan zapatos y graban música pirata. Probablemente lo único gratuito es el agua potable y la entrada ocasional a la única tienda que dispone de antena parabólica.

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Los recién llegados guardan cola disciplinadamente frente al puesto de fotografías de carné e información sobre papeleo. Los veteranos forman un gran círculo alrededor de los militares que reparten comida dos veces al día. Son raciones costeadas por la Cruz Roja y cocinadas en los cuarteles. El mismo rancho de los soldados llega al campamento. Lentejas con carne, plátanos, naranjas, refrescos y pan fue el menú de mediodía del pasado viernes. Las raciones no se distribuyen directamente, ya que no alcanzan a todos. Por eso cada país, región o tribu ha nombrado a sus representantes, que distribuyen los alimentos en porciones más pequeñas. Salvo el día que toca sopa, nadie protesta. Los caldos no gustan a quienes suelen comer con las manos y están ven obligados a mezclar la comida en un único recipiente de plástico.

Así que el mayor problema que dicen tener los agentes de seguridad que vigilan el campo consiste en acostumbrarse al penetrante tufo que desprenden tantas necesidades fisiológicas efectuadas al aire libre. Por lo demás, charlan amistosamente con los centroafricanos, y algunos les llevan ropa o comida desde sus casas, especialmente a las embarazadas.

Cada mañana, a primera hora, un pequeño grupo baja hasta el centro de Ceuta para vender periódicos, ayudar en los carritos de la compra y lavar los coches en los arcenes. Son una minoría. La mayor parte no trabaja, pero tampoco crean problemas. Ni siquiera con la colonia de ratas que por las noches se pasea entre las tiendas. "Ellas se buscan la vida. Igual que nosotros", les han escuchado a veces los guardias civiles.

El viernes ni corrían las ratas ni circulaban los enfermos de sida, sífilis, tuberculosis y sarna cuando Amalia Gómez y el director de Política Interior, José Ramón Ónega, visitaron el campo. Los portavoces de los inmigrantes -elegidos en votación dos días antes tras una campaña electoral que incluyó mítines y carteles pegados a los árboles- pidieron a la secretaria de Asuntos Sociales duchas, iluminación, más higiene en los vertederos y agua caliente. Amalia Gómez aceptó sus reivindicaciones. "El Gobierno invertirá cien millones de pesetas en Calamocarro mientras se construye un campo nuevo y mejor equipado", les anunció.

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