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Vidas pálidas

Vicente Molina Foix

Una vez toreé delante de Antonio Ordóñez, y tengo testigos. No es que Fernando Savater, Alberto González Troyano, Javier Echeverría y Víctor Gómez Pin, tan solventes intelectuales como conocedores de la tauromaquia, me dieran la alternativa, no. Ellos sólo vieron mi inconsciencia. Tampoco la plaza era la Maestranza, sino un tentadero que el maestro tenía en su finca, pero a los entrometidos de la capea no nos faltó de nada: el capote, la vaquilla de porte temible, el miedo, el jaleo de los parapetados, el revolcón en la arena. Por la mañana, Ordóñez, que dirigía en Ronda un curso de verano de la UIMP llamado, si no recuerdo mal, La música callada del toreo, a partir del título de Bergamín, había presidido augustamente, como todos los días de la semana, las conferencias correspondientes, una mía sobre el pánico del escritor ante la puerta de los teatros de ópera, y otra colosal de Francisco Jarauta, de la que recuerdo las citas en alemán sin subtítulos.Se ha traído a colación en el fallecimiento del gran torero su relación con los artistas, y hemos visto imágenes de Orson Welles en el burladero y de Hemingway, éste siempre en la barrera. Por casualidad, horas antes de conocer la muerte de Ordóñez, había yo visto a Hemingway, sospechado de exhibicionismo fanfarrón por los hermanos Benet, en un apasionante documental que Canal+ está pasando estos días (se anuncian nuevas emisones el 23 y el 29 de diciembre). Se trata de Cuando acabó la guerra, un testimonio a medias entre la película casera y el diario intelectual, escrito y dirigido por la novelista Barbara Probst Solomon. Este nombre será recordado, entre otras razones, por quienes conozcan su libro Los felices 40, y los lectores de EL PAÍS, donde publica artículos con frecuencia, lo han visto últimamente en el cruce de cartas al director suscitado por Los años bárbaros, de Fernando Colomo. Ver el documental de Probst Solomon cuando aún la película está en las carteleras es muy revelador, y contribuirá a que el espectador se forme un juicio salomónico entre los dos bandos de la polémica. La estupenda comedia de Colomo ficciona libremente el acontecimiento que ocupa la parte central de Cuando acabó la guerra: la operación llevada a cabo por el libertario y talentoso agitador Paco Benet y dos valientes muchachas de la izquierda norteamericana, para rescatar del penal de Cuelgamuros a Manuel Lamana y Nicolás Sánchez-Albornoz, presos políticos de un tiempo en que el clero, igual de bárbaro que hoy, al menos no manipulaba esos términos.

La protagonista absoluta de Cuando acabó la guerra es Barbara Probst, y el relato -muy bien escrita la parte narrada- de sus años de formación nos descubre con encanto e inteligencia modos domésticos y patrones de conducta de una burguesía ilustrada neoyorquina, en este caso matizada por la pertenencia judía; el padre de Barbara fue primo del gran escritor austriaco Joseth Roth.

Cuando la adolescente decide hacer su aprendizaje moral, antes de pasar por la Universidad, en la Europa de la segunda posguerra mundial, empieza una larga historia de amor con España, centrada al principio por su intenso romance con Paco Benet. Los fragmentos fílmicos donde aparecen él y su hermano pequeño Juan, ya en los cuarenta altísimo, lector de los mejores libros con humor gamberro, y otros resistentes antifranquistas como José Martínez, el fundador de Ruedo Ibérico, o Josep Pallach, son memorables, pero en la intraducible palabra inglesa tantalizing: es un suplicio peor que el de Tántalo no verles más. No saber más de Paco, ausente como personaje (por necesidades de guión y otros imperativos legales) de Los años bárbaros, y brutalmente desaparecido del mundo al morir joven en un accidente de todoterreno (era antropólogo) entre Irak e Irán. Fascinante para los admiradores de Juan Benet, cuya última obra, Herrumbrosas lanzas, publica ahora con aumentos Alfaguara en una edición hermosa y monumental, el documento de Probst Solomon tiene para mí la emoción de los valores perdidos: habla de un tiempo quizá peor, en el que los mejores se lanzaban al ruedo, indiferentes al aplauso, para luchar con el animal también negro y con patas, pero totalmente desprovisto de trapío.

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