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El recorrido de Clara (la de Heidi)

Subirse a una silla de ruedas es viajar a la infancia y revivir la penurias de aquella niña afable que disfrutaba con las aventuras de Heidi (Adelaida, por aquellos capítulos en que Clara escondía sus piernas inmóviles bajo de una manta). Una serie como aquella pudo educar a toda una generación pero sólo hace falta subir en una silla de ruedas para darse cuenta que a la gente se le van los ojos al paso de ese trasto que se lleva por delante todo lo que encuentra. Lo pudieron comprobar ayer los alumnos de la Universidad Pablo de Olavide, que pasaron la mañana conmemorando el día de los discapacitados. El recorrido empezaba en uno de los corredores empedrados del campus. "La silla bota y eso acaba destrozando la espalda", explica uno de los guías voluntarios de la Confederación Andaluza de Minusválidos Físicos. "Ahora vamos a subir esta rampa". Imposible, no ha forma, sin ayuda del guía, de elevar las dos ruedas pequeñas delanteras. Arriba. Ahora hay que ejercitar los músculos de los brazos para desplazarse hasta la cabina. "Intenta llamar por teléfono" pide el ayudante. Misión imposible, de nuevo. Sentado, no se alcanza la ranura de las monedas. Ya en la cafetería, la barra parece que tiene dos metros de alto y el camarero deja el café demasiado alejado mientras otros clientes piden sus consumiciones por encima de las cabezas de los minusválidos. En la biblioteca no va mejor. La última estantería es inalcanzable y ni hablar de meterse en los rincones con el armatoste móvil. Esa es la jornada, pese a la disminución progresiva de las barreras arquitectónicas, de un minusválido en la universidad. "Y hay que tener cuidado por donde pisa la rueda porque como se mueven con las manos se corre el riesgo de untarse con las cacas de los perros". "Lo de los ciegos es peor. sientes una impotencia horrible. Y miedo, mucho miedo". Así relata José Torres, un alumno de Trabajo Social (los profesores de esta carrera son los que organizaron la jornada de ayer) su experiencia con un antifaz en los ojos y un bastón en las manos. Trabajadores de la ONCE estuvieron en el campus con un sinfín de gafas que reproducen las múltiples enfermedades de la vista, hasta la oscuridad total. Los estudiantes se servían del bastón y de un lazarillo para avanzar por el circuito diseñado. "He chocado contra una columna y con una papelera", dice José Torres. Agobio. Esa es la palabra que más se escucha en la boca de los alumnos al finalizar el recorrido. Teresa Tena es la responsable de la ONCE que está al frente de estos juegos. Ella ve perfectamente pero para aprender su trabajo -enseña a los ciegos a manejarse en la ciudad- ha tenido que subir a ciegas a un autobús, ir a la compra en la más absoluta oscuridad y cruzar las calles sintiendo un vacío abismal. Lo que todos sentían ayer con el antifaz puesto. Mareo. Los alumnos de la Pablo de Olavide sonríen subidos en su silla de ruedas. Saben que cuando acabe el juego volverán a poner los pies en el suelo y a saltar de dos en dos las escaleras hasta llegar a su clase. Pero no se les va a olvidar la impresión de sentirse solos en un mundo vacío y negro o acompañados hasta en la intimidad por una persona que, a su espalda, empuja la silla de ruedas para poder andar por el mundo. Raquel Pérez probó a caminar si la ayuda de sus ojos. Sentía curiosidad por cómo anda un ciego. "He pasado mucho agobio. Si a mí me pasara eso me moriría".

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