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Tribuna
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Magos

"Soy capaz de hacer desaparecer la estatua de la Libertad, pero me tropiezo en un escalón". El comentario, realizado por David Copperfield tras protagonizar un fingido traspié mientras descendía del escenario cogido de la mano de una joven babeante en manifiesto celo, despertaba la sonrisa nerviosa de miles de espectadores que contemplaban entregados el televisivo show. Segundos antes, el que se consideraba a sí mismo el mago más grande del mundo, explicaba en una impostada conversación con su novia, Claudia Shiffer, en la que ella escuchaba sus palabras como si las estuviera pronunciando el mismo Jesucristo, que siempre trataba a las jóvenes ayudantes que salían con él a escena como si mantuviera con ellas un trance de seducción. Por lo que contaba, era su forma de crear un clímax en el escenario y lograr la necesaria comunión con los espectadores para alumbrar sus prodigios. Copperfield expresa con un gesto de pretendido embeleso el gran privilegio que acaba de otorgar a la joven escogida para practicar sus evoluciones. La tomará de su mano firme como quien agarra el ala de un tembloroso pajarillo y procederá ante ella con el aire sublime de quien está dispensando el gozo infinito. Eso, con las hembras elegidas supuestamente al azar entre el público, porque con las profesionales que forman parte de su elenco de colaboradoras habrá más.El ejercicio de autocomplacencia será completado con danzas y expresiones corporales en las que David pondrá de relieve su irresistible atractivo sexual contoneando y restregando su cuerpo ataviado con amplias camisas vaporosas y pantalones embutidos marcando paquete. La puesta en escena de semejante ceremonia de apareamiento será el preludio obligado a lo que anuncia el programa "La magia de David Copperfield", ¡por fin la magia! La magia que estos días exhibe en el Palacio de Deportes de Madrid y que hay que reconocer que nunca decepciona. Lo mismo vuela como Peter Pan sin que se vea un solo cable que hace desaparecer el Orient Express ante las mismas narices del respetable, que no termina de entender qué juego de espejos o ingenio óptico puede obrar el prodigio. Una simple pelota de papel puede levitar vibrante encima de su mano, convertirse después en flor del mismo material y ser de súbito pasto del fuego, reapareciendo entre las llamas como una rosa natural cuya fragancia permitirá oler a su rendida ayudante de turno. Con idéntica limpieza Copperfield atravesó la Gran Muralla China, se lanzó atado en una jaula por las cataratas del Niágara y sobrevive a toda suerte de pruebas con puntiagudas lanzas esperando su caída o gigantescas sierras mecánicas que parecen seccionarle como un salchichón. Ni que decir tiene que nunca le sucede nada. Un auténtico genio de la prestidigitación que acostumbra, sin embargo, a estropear sus magistrales números en el último segundo. Es al término de cada milagro cuando David Copperfield no resiste la tentación de ofrecer al público la más ensayada y abyecta colección de gestos de endiosamiento carentes de pudor. Particularmente abominable resulta la caída de ojos que tras cada actuación lanza a la cámara para fijar su estrecha relación con el Todopoderoso. Los magos siempre fueron un poco fantasmas, pero ni el gran Houdini, que prometió resucitar, parecía tan pagado de sí mismo. Qué contraste con nuestro genuino e inimitable Juan Tamariz, todo un maestro de la ilusión. Tamariz no lleva los vaqueros tan ajustados ni sus camisas de cuadros son de diseño. Tampoco las gafas de culo de botella, el caos dental que exhibe sin reparo y la melena ensortijada de músico loco le permitirían triunfar en un concurso de Adonis, pero él, en cambio, es auténtico. La pulcritud con que ejecuta los trucos rodeado de gente absolutamente ajena a la actuación nada tiene que envidiar a lo que nos muestra el bueno de David. No cuenta, desde luego, con el soberbio montaje del norteamericano ni con la inversión y el marketing que esa puesta en escena requiere, pero su humor y simpatía es capaz de conquistar al público más apático. Y sobre todo, le supera de largo en el apoteósis final. Allí donde David Copperfield hace sonar los timbales de gloria y dirige sus miradas matadoras a los espectadores, Juan Tamariz concluye con un grandioso, emotivo y enternecedor "Ta ta chán". La magia está en el corazón.

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