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Miravete cobrará una pensión y no podrá ser expulsado del Ejército aunque se le condene

Miguel González

El sargento primero Juan Carlos Miravete, que ayer se reconoció por vez primera como autor material de la muerte del cabo Samuel Ferrer, el 19 de abril de 1997 en Candanchú (Huesca), percibirá una pensión vitalicia y no podrá ser expulsado del Ejército aunque resulte condenado en el juicio que se celebra en el Tribunal Militar Territorial de Barcelona. Así se deduce de una resolución del tribunal médico militar, aportada por el defensor del sargento, según la cual Miravete padece una patología psiquiátrica, notoria e irreversible, que le convierte en no apto para el servicio.

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El defensor de Juan Carlos Miravete, Enrique Trebolle, presentó en la primera sesión del juicio la fotocopia de una resolución del Tribunal Médico de la Región Militar Centro que atribuye al suboficial un trastorno mixto de personalidad y una dependencia grave del alcohol que le inhabilitan para el servicio activo. Trebolle exigió que esta resolución se publique cuanto antes en el Boletín Oficial del Ministerio de Defensa (BOD), pues lleva fecha del pasado 26 de junio y no hay razón para demorarla.En el momento en que el diagnóstico médico se publique, convirtiéndose en una resolución administrativa, Miravete causará baja en el servicio por pérdida de aptitudes psicofísicas y tendrá derecho a una pensión vitalicia equivalente al 100% de sus retribuciones básicas.

Aunque fuera condenado, lo que resulta muy probable, no podría ser expulsado del Ejército, pues no se puede separar del servicio a quien ya lo ha sido por razones de salud. La única posibilidad de hacerlo es que la ejecución de la condena se produzca antes que la baja médica, pero es muy difícil que ocurra, pues para aplicar la sentencia hace falta que sea firme y previamente debe ratificarla el Tribunal Supremo.

Suave y educado

La primera sesión del juicio se centró en el interrogatorio del procesado. Miravete, en prisión preventiva desde hace año y medio, compareció de uniforme, más delgado que en la única foto difundida, con la barba esmeradamente recortada y unas gafas de montura fina de metal. Contestó a las preguntas con voz suave y educación exquisita, aunque su lenguaje parecía poco espontáneo en un sargento de unidades especiales, como cuando dijo que el día de los hechos "no tenía ninguna capacidad volitiva".Su estrategia consistió en presentarse como una persona con problemas crónicos de alcoholismo y en trasladar al Ejército toda la responsabilidad por no haber sabido detectar sus graves trastornos psicológicos. Afirmó que la orden por la que se le nombró oficial del destacamento de Candanchú a partir del 18 de abril de 1997 era ilegal, pues una instrucción de febrero anterior excluía de tal cometido a los suboficiales. También aseguró que no fue sometido a ningún reconocimiento psicofísico desde que ingresó en las Fuerzas Armadas, en 1980, pese a que sufrió tres arrestos debido a su afición a la bebida.

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En cambio, pasó de puntillas sobre la condena de un año de cárcel que le impuso un consejo de guerra en 1984 por matar de un disparo, también bajo los efectos del alcohol, al sargento José Luis González Manzano. "No me acuerdo de nada", respondió al fiscal cuando éste, que no podía referirse expresamente a una pena ya prescrita, le preguntó con disimulada ingenuidad a quién aludía cuando citó de pasada a "mi compañero Manzano, el de la primera imprudencia".

Miravete repitió hasta la saciedad que el día en que mató al cabo Ferrer ingirió una gran cantidad de alcohol y se encontraba bajo los efectos de su "enfermedad", por lo que no era consciente de sus actos.

Pese a ello, sostuvo que nunca ordenó a los soldados que estaban en la cantina gritar arengas, formar militarmente, realizar flexiones o coger su pistola y apuntarse entre sí. Todas estas acciones, aseguró, las realizaron voluntariamente después de que él mismo, máximo mando presente, lo pidiera "por favor" e insistiendo en que cada uno era libre de hacerlo.

Lo que sí reconoció Miravete, por vez primera, es que fue él quien apretó el gatillo de su pistola y causó la muerte de Ferrer, de 19 años, aunque dijo que no hubo intencionalidad, pues se trató de un disparo fortuito. En su declaración inicial, ante el juez de instrucción de Jaca, dijo que el arma se disparó sola, al soltarse la corredera, pero esta explicación quedó desmontada por los peritos, según los cuales es imposible que ello sucediera sin accionar el disparador.

Preguntado por ésta y otras contradicciones, Miravete se limitó a decir que su primera declaración no era válida, pues estaba aún bajo los efectos del alcohol.

Miravete no perdió su frialdad ni siquiera cuando se dirigió al tribunal para expresar su "arrepentimiento" y "dolor" por la muerte de Ferrer, con quien dijo haber mantenido una "estrecha relación". Ello no le impidió atribuirle su decisión de sacar la pistola, cargarla y montarla, todo ello para atender al supuesto ruego del cabo de que le instruyera en su manejo.

En todo caso, según afirman distintos testigos y reconoció ayer Miravete, ésa fue la cuarta vez que sacó el arma de la cartuchera a lo largo de la jornada. Durante la comida, la cena y la sobremesa, todas regadas con abundante alcohol, también manipuló su pistola, lo que está rigurosamente prohibido. Incluso cuando no se lleva siempre, como era su costumbre, una bala en la recámara.

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Sobre la firma

Miguel González
Responsable de la información sobre diplomacia y política de defensa, Casa del Rey y Vox en EL PAÍS. Licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) en 1982. Trabajó también en El Noticiero Universal, La Vanguardia y El Periódico de Cataluña. Experto en aprender.

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