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Fabregat

ADOLF BELTRAN Dicen las malas lenguas que aún escribe. En un despacho de Madrid inundado de imágenes televisivas, imagina argumentos. También dicen que en su apartamento de Valencia, al amparo de la solemne presencia gótica de la Llotja, perfila una novela que nadie ha leído y que, probablemente, nadie leerá. El primer ganador de los Premis Octubre de narrativa ha viajado de la Galaxia Gutenberg a la Era Digital sin perder una incómoda mala conciencia por el viejo oficio de escribir y una intensa fascinación hacia la letra impresa. Amadeu Fabregat se alzó con el Andròmina de narrativa, en realidad escribió el libro de encargo, cuando la literatura en lengua catalana entre nosotros era casi una quimera. De eso hace ahora justo 25 años y, curiosamente, un tinglado cultural tan dado a las conmemoraciones, no lo ha recordado. Vomitada en un solo párrafo de más de 170 páginas, aquella novela fundacional no era una novela sino un acercamiento alucinado a otro relato. Assaig d"aproximació a Falles Folles Fetes Foc quería ser una ficción y no podía, porque respondía a demasiadas inquietudes juntas: la necesidad de reconquistar una gramática, es decir una lengua de cultura, y el impulso vanguardista de ruptura; la tentativa de superar un "déficit de patria" y la pulsión de impugnar cualquier orden; el sueño de una libertad y la constancia cotidiana de una desmesurada zafiedad colectiva... Fabregat escogió una estrategia astuta. Su libro era un comentario, una disquisición convulsa, sobre otro libro (no sabemos si ensayo u obra de teatro), sobre un autor inexistente, Lluís Montanyà i Villarroya, ¿sobre otro mundo? En realidad, en el centro de aquella novela estaba Valencia, la ciudad donde "los tópicos pueden ser realidad" y "los mitos pueden ser verdaderos", habitada por un "pueblo nuevo, inmaduro". Ahí quedó aquel texto primigenio, escasamente leído, tecleado aún en una Olivetti Studio, hoy ya una pieza mecanográfica de museo, con el amargo ardor del amor-odio. Después, el tiempo, ese cuarto de siglo, la navegación por una cultura de masas cuyo oleaje siempre nos pone al borde del naufragio, llevaron a aquel joven escritor y periodista hasta los dominios de lo virtual. Algunos dudan que Fabregat exista. Aunque le recuerdan, emboscado en la televisión valenciana, ejecutando desde allí su venganza hiperrealista contra una sociedad incapaz de conciliar lo sublime y lo hortera, tienden a sospechar que se ha convertido en el ficticio Montanyà de su opera prima. Sin embargo, alguien inventa argumentos en un despacho de Madrid saturado de imágenes digitales. Alguien perfila una novela en un apartamento de Valencia, sólo a unos pasos del noble edificio gótico de la Llotja.

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