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México 1968: el mausoleo y el movimiento

La mitología 68 crece como la espuma. La avalancha de los medios y la reconstrucción piadosa de actores y testigos está a punto de convertir aquel movimiento en otra leyenda intocable, resistente a la crítica y a la memoria. Es una especialidad de la memoria histórica de uso público: canonizar o satanizar de más, perder precisión y matices.El 68 mexicano también se está canonizando de más. No hay duda de que el movimiento estudiantil de ese año tiene un lugar simbólico como arranque de los cambios políticos y culturales del México de fin de siglo. Es el momento de ruptura entre la élite juvenil y su gobierno, una crisis moral y generacional de envergadura. Mirar esa crisis, sin embargo, como el detonador de todos los cambios democráticos de los siguientes 30 años es, por lo menos, una exageración.

Nadie en el 68 se planteaba como proyecto la democracia mexicana de hoy. Nadie hablaba de partidos políticos -salvo del Comunista, y con recelo-, de equilibrio de poderes ni de elecciones transparentes. Uno de los dirigentes del movimiento, Luis González de Alba, ha insistido sin mucho eco en que el 68 mexicano fue, sobre todo, una fiesta juvenil deshilachada, antiautoritaria a fuer de desbordante y lúdica. La tontería, la intolerancia y la impunidad del pleito político gubernamental volvieron aquella fiesta una tragedia. Hasta ahora hemos puesto el énfasis en la tragedia, no en la fiesta.

El movimiento estudiantil fue utilizado para dirimir un pleito de sucesión presidencial y su represión fue una prueba de fuego para quienes aspiraban a ser candidatos a la presidencia del partido oficial. La matanza debilitó al entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, pero fortaleció a su secretario de Gobernación, Luis Echeverría, precisamente por su dureza en el conflicto. El PRI, en su típico sistema de sucesión cerrado, lo designó candidato a la presidencia pocos meses después de la masacre. Echeverría gobernó los siguientes seis años, 1970-1976, apaciguó a las universidades con presupuestos hinchados y a la élite intelectual y académica con discursos, puestos, ayudas y viajes.

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Aparte de la sobrepolitización de las universidades, que todavía padecemos, la única consecuencia política seria, venida directamente del 68, fue la guerrilla de los setenta: la represión, el 10 de junio de 1971, de una manifestación estudiantil que celebraba el regreso del exilio de algunos líderes del movimiento del 68, acabó de convencer a muchos jóvenes ya radicalizados de que no había otro camino al cambio que las armas. La guerrilla, nacida del 68 y de la violencia gubernamental, fue diezmada en una guerra sucia de ocho años que nadie miró de frente, salvo la organización de presos y desaparecidos políticos. No se habló del tema públicamente sino hasta los años noventa. La guerrilla no expresó el espíritu del 68 salvo en una cosa: su matriz de izquierda.

Miremos lo que sucede en el México de hoy: ¿ha triunfado en él el espíritu del 68? No. Más bien ha triunfado lo que los ideólogos del 68 -pocos, si alguno- hubieran llamado "democracia burguesa" y "capitalismo dependiente". No obstante, se yergue por todas partes la certidumbre de que hay una línea directa de continuidad y transformación entre el movimiento del 68 y la transición democrática de México de las últimas décadas.

El movimiento vivo se vuelve mausoleo del cambio. Los muchachos del 68 rehusarían muertos de risa esa consagración solemne que los adultos del 68 nos hemos dedicado piadosa, y exitosamente, a construir.

Los jóvenes inteligentes y festivos de hoy que miren sin orejeras la mitología del 68, probablemente la demolerán. Ya empiezan a aparecer aquí y allá albaceas rigurosos de la mitología preguntándose por la efectiva dimensión del cambio traído al México moderno por el 68.

La magnificación en curso de ese cambio no sólo oscurece la importancia real del 68, sino también la de acontecimientos posteriores, claves en el pasado reciente de México. En lo que hace a la transición democrática que el país ha vivido en las dos últimas décadas, por ejemplo, más significativa que la herencia del 68, parece la reforma política del año de 1978, que legalizó al partido comunista y fortaleció a los partidos de oposición. Esa reforma se hizo no como consecuencia del 68, sino para reparar la crisis de legitimidad del año 75 en que el candidato a la presidencia del PRI no tuvo oposición y recorrió el país boxeando con su sombra para ganar unas elecciones en las que era candidato único.

Las elecciones de 1988, que pusieron fin a la hegemonía soviética del PRI y definieron en lo fundamental el actual sistema competitivo de partidos de México, tampoco tiene sus raíces en el 68, sino en la escisión del PRI encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, adversos o indiferentes al movimiento estudiantil del 68, aunque dirigentes hoy, bajo las siglas del PRD, de buena parte de la vieja izquierda sesentayochera, entonces joven, hoy cincuentona.

El 68 es parte de la historia viva de México, pero es ya más historia que presente, y más mitología que historia. La recuperación de su espíritu y su lugar en la historia exige airear el mausoleo de la mitología del 68, del mismo modo que la fiesta de aquel movimiento aireó los canales obturados de la solemnidad y el autoritarismo en que se complacía el monólogo institucional del Milagro Mexicano de los sesenta. Urgen nuevos irreverentes estilo 68. Desafiar las verdades del mausoleo será una forma de recobrar la vida que le queda dentro.

Héctor Aguilar Camín es escritor mexicano.

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