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Valencia y el siglo XXI

Al principio de los ochenta y por contraste con el urbanismo del Plan de 1966 que había construido la Valencia anterior, el nuevo Ayuntamiento democrático creyó en una ciudad diseñada desde la responsabilidad pública y apostó por planificar su crecimiento de una manera detallada, concreta, inspirada en el ciudadano y en la búsqueda de su calidad de vida. Ello exigía un drástico cambio en la mentalidad que los agentes urbanos del momento no se resignaban a aceptar. Estaban acostumbrados a otras cosas y sobre todo a otras maneras, mucho más dóciles. El acuerdo no llegaba a producirse y por ello las posturas se extremaron y blindaron. Convencidos por la reflexión acumulada en los años tardofranquistas y argumentando la legitimidad obtenida de las urnas, los gestores municipales debutando con alguna razón hilvanada en su vara de mando, buscaron imponer su criterio socializador frente a los intereses especuladores que enturbiaban el mapa urbano ideal. Desde la alcaldía, se alumbraban a diario estrategias que a fuerza de encontrar resistencias se iban tornando entre autoritarias y revanchistas. Con premisas tan conflictivas como éstas se inició la redacción de un nuevo Plan General, que encontró su inspiración formal en el postmodernismo de las postales del urbanismo dibujado centroeuropeo, mientras en lo estratégico se buscaba invertir la pirámide del poder urbanístico de nuestra ciudad. Tarea tan encomiable como compleja que se ensayó a base del "divide y vencerás". Así se establecieron alianzas (convenios urbanísticos y recalificaciones inexplicables de terrenos) con algunos sectores del negocio local del ladrillo, en detrimento de otros. Disputas de unos contra otros, de otros contra unos. Tan acostumbrados que estamos a los moros y cristianos y a su cíclica repetición, que nos parecía normal esta ley de la tierra. Pero ello llevaría a que el Plan tardara en concluirse algo más de siete años y además que optara por renunciar a afrontar los grandes problemas endémicos de esta ciudad (Centro histórico, Parque Central, solución de Blasco Ibáñez, humedales y huerta, frente marítimo y puerto...) que fueron englobados dentro de la denominación de "planeamiento diferido" (o el que venga detrás que se apañe). Visto así no es de extrañar que nuestra cartografía urbana se pueda medir por la promiscuidad de los problemas urbanísticos que genera (Jesuitas, La Punta, alquerías y huerta, Cabanyal etc), donde la batalla se lidia entre una retroexcavadora y un ciudadano que en una mano mantiene su bicicleta mientras en la otra enarbola un tiesto con el pimpollo de una acacia. Tan ocupado por las disputas de taifas estaba el Plan que acabó arrastrándose por una larga travesía plagada de cadáveres políticos provenientes de ambos lados. ¿Cuántas ciudades pueden acompañar a la aprobación de su flamante Plan General de Ordenación Urbana la dimisión de su alcalde y del primer concejal? ¿Y al poco tiempo la destitución del conseller del ramo? Descabezado el Plan quedaban los eslabones intermedios. Algunos de ellos, profundos conocedores -en tanto que redactores- de los mecanismos del Plan se dejaron tentar por el becerro de oro y abandonaron su responsabilidad municipal (hacer un plan debería conllevar la obligación de su desarrollo, antes que la de su práctica) para aliarse con los manobres que disfrazados con chaqué deciden qué parte de nuestra geografía es verde y cual gris. Y, curiosidades del destino, nunca los especuladores urbanos se sintieron más cómodos que desarrollando un plan confeccionado por los socialistas para mejorar la calidad de nuestra ciudad. ¿Será porque la vista de las promesas que dibuja nuestro Plan General convirtió en socialdemócratas a los promotores y constructores?, o por el contrario, ¿será que sus redactores alumbraron el plan potencialmente más especulativo y depredador que esta ciudad nunca tuvo para goce de avispados? Juzguen ustedes, por la observación de los resultados de los últimos años. Vean la arquitectura de la nueva ciudad, la Valencia del mañana que se nos vende en los eriales urbanísticos de la Ciudad de las Ciencias, Ademuz, Campanar u Orriols. Sea como fuere, a nada que nos descuidemos esta ciudad se nos escapa de las manos y se convierte en una ciudad dormitorio de sí misma. Un centro desdibujado entre sus ruinas, zunchado por el asfalto que comunica una cadena de bloques en altura, salteados de algún edificio singular de correcta factura, pero incapaz de justificar por sí mismo el entorno. Y para mayor escarnio, todo muy bien iluminado. Una ciudad como cualquiera, como ninguna. La Administración municipal actual no puede quedarse impasible ante el desaguisado, convertida en estatua de sal que señala con el dedo a los anteriores munícipes. Aunque no sea responsable directa del resultado -que no lo es- sí le corresponde actuar, atajándolo. Este es su momento y no lidiar su tiempo supondría colaborar por omisión. Decir que la ciudad debe hacerse a sí misma o ser el resultado de la libertad de los arquitectos, es incluso mirado desde la arquitectura, demasiado ingenuo. O peor aún, pretencioso o interesado. A menudo se critica por la oposición que el Ayuntamiento no tiene proyecto de ciudad que llevar a cabo. Proyectos sobran de uno y de otro lado (creo recordar cuatro planeamientos, sucesivamente irrealizados sobre el centro histórico o un hibernado plan estratégico). Donde, en mi opinión apunta tal crítica, es en el sentido de la falta de entramados sociales y pactos que hagan creíbles esos proyectos y los lleven a cabo. Proyecto social simultáneo a cualquier plan urbanístico. Por ello, cubierto ya un ciclo de pingües beneficios para la construcción, volvamos a pensar en el ciudadano. Pensemos en una ciudad habitable para el siglo XXI. Nadie mejor que la Administración actual -dada su proximidad y conocimiento de los agentes urbanizadores- para liderar este proceso que conduzca a un pacto de desarrollo urbano sostenible y aceptado por todos. Un pacto que sacrifique las rencillas, definiendo un marco común a los ciudadanos. Que además restañe las heridas abiertas que supuran bilis urbana, rescatando del olvido la principal arma de una ciudad: su urbanidad. Que el diccionario define como comedimiento, atención y buen modo. Modérense, pues, las fauces de la especulación, y sus técnicos con ellos. Y háganlo pronto señores ediles, antes de que sea tarde.

Salvador Lara es arquitecto.

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