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Tribuna:DESPUÉS DE LA TREGUA DE ETA
Tribuna
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Policía malo, policía bueno

El autor considera que la tregua de ETA no deja demasiado claras las cosas para los que creen en las virtudes de las urnas electorales

Entre las técnicas de tortura que la sevicia humana ha ido perfeccionando a lo largo de la historia para obtener información o sumisión de un prisionero, la que se acreditó en los últimos tiempos de la dictadura franquista como la más eficaz fue la de la alternancia entre el policía malo y el policía bueno. En la soledad del calabozo, donde toda incomodidad tiene su asiento, como decía el clásico, el rehén de la injusticia espera, más que la llegada la irrupción del esbirro que lo tiene sometido día y noche al repertorio insoportable de sus atrocidades. El energúmeno entra en la celda del prisionero gritando y amenazando y luego se dedica a la innoble tarea de infligir al cautivo más sufrimientos de los que éste es capaz de soportar. En estos menesteres del suplicio la electricidad ha superado con creces al palo, y la hidráulica por inmersión a otros procedimientos más groseros: la ciencia también puede utilizarse en sentido regresivo. El paciente de los horrores puede permanecer horas y días en el límite de su resistencia, con la boca reseca por la adrenalina y todo su cuerpo afligido por la brutalidad de sus carceleros. A veces, antes de que las fuerzas le abandonen definitivamente, aparece en el umbral de la celda el policía bueno, que le trae el lenitivo de la paz con su sola presencia. A diferencia del policía malo, éste no grita, no amenaza, no golpea. Tranquiliza al detenido y le ofrece su amistad al tiempo que censura la brutalidad de su compañero o de sus compañeros. Ofrece a aquél comida, bebida, un cigarrillo, mientras le anuncia el final de sus sufrimientos. A cambio, el detenido tiene tan sólo que colaborar, hacer una declaración sincera de sus delitos, denunciar a sus cómplices, dar, en fin, una muestra de agradecimiento a quien ha venido hasta su celda en calidad de amigo. Franz Fanon en su Les damnés de la terre, y otros psiquiatras que han estudiado el fenómeno de la tortura, explicaron en su día con todo detalle el resultado de sus trabajos de campo. Antes de que se conociera el llamado síndrome de Estocolmo, se sabía que en las condiciones extremas en que se sitúa el torturado frente a sus torturadores, éste padece una serie de deformaciones efectivas que le llevan inclusive a sentir un amor patológico hacia quien le está infligiendo el suplicio, y particularmente hacia el policía bueno, el que sonríe amistoso y le ofrece de vez en cuando un cigarrillo. Hace ya treinta años aproximadamente que los vascos venimos padeciendo una permanente agresión por parte de la banda terrorista ETA, agresión que se extiende, por supuesto, al resto de los españoles. En la época franquista existían unos sectores de la oposición que, sin estar totalmente de acuerdo con el terrorismo, lo justificaban al enfrentarlo al terrorismo que ejercía la propia dictadura. Muerto el dictador, se abordó el periodo de la transición con una prudentísima cautela que se orientaba a hacer viables las conquistas de la democracia sin molestar demasiado a los elementos más duros y recalcitrantes del régimen franquista, entre ellos el Ejército. Se ejerció en los primeros gobiernos de la UCD una especie de funambulismo político que permitiera sacar poco a poco a un país, sumido en una esterilizante cultura represiva, hacia cotas de mayor libertad, de mayor representatividad democrática, de mayor dignidad ciudadana. Todos los partidos del ámbito democrático, incluidos los que estaban en la clandestinidad (véase el PCE) hicieron un desmesurado esfuerzo de responsabilidad y de generosa renuncia a sus propios esquemas ideológicos, para encalmar una transición que podía ser procelosa. Existía la incógnita de los grupos paramilitares fascistas. Y la de ETA. Los primeros vieron bien pronto anegada su estúpida parafernalia de los brazos en alto y los gritos de rigor por la ancha marea popular que reclamaba el lugar que correspondía a España entre las naciones democráticas. La organización terrorista ETA despejó pronto su incógnita. Atravesó el interregno de la transición como un caballo enloquecido y se hizo aún más letal si cabe su feroz ataque a la naciente democracia. La brutalidad asesina de la banda se extendió a toda la sociedad y, mientras amontonaba cadáveres y regaba de sangre las calles de las ciudades, dejaba de vez en cuando aturdida nuestra inteligencia con el cerril solipsismo de sus absurdas proclamas. Ellos solos, los terroristas, tenían razón. Ellos sólos tenían derecho a "liberarnos" a los vascos de la bota imperialista de Madrid (¿por qué de Madrid?). Ellos sólos sabían quiénes eran nuestros enemigos. Y así hemos padecido, y seguimos padeciendo hasta no sé cuando -pese a la tregua anunciada- esa implacable y ciega lotería de sus atentados y de sus alevosos asesinatos, esa barbarie fascista que ha llegado a sumergir la dignidad de nuestro pueblo en esa espesa ciénaga que significa el miedo a los violentos. El 18 de septiembre de 1998 ETA proclamó en los medios de comunicación una tregua "ilimitada" a su actividad armada. Nos perdonaba la vida. Aunque en el documento -que recomiendo leer atentamente pese al riesgo de coger agujetas en las neuronas con su atormentada sintaxis-, no nos deja las cosas demasiado claras a los que seguimos creyendo en las virtudes democráticas de las urnas electorales. He creído percibir entre líneas vagas amenazas a los que seguimos renuentes al proyecto de la Gran Patria Baska, que incluiría a los navarros y, claro, a los franceses de Lapurdi y Zuberoa (donde, por cierto, las instancias del nacionalismo vasco recogen tan sólo el cinco por ciento de los sufragios). Inmediatamente después de producirse esta tregua, todos nos hemos sentido aliviados, sobre todo aquellos ciudadanos que tenían que mirar por la mañana los bajos de sus coches para comprobar que Thanatos no les había dejado unos de sus malignos regalos en forma de bomba-lapa. Nos alegramos de que, al menos durante un cierto tiempo, no tengamos que acudir, silenciosos e inermes, a esas manifestaciones que se producen cada vez que se ha sacrificado una vida humana en el altar de ese Moloc insaciable del fanatismo y del odio cainita. El policía malo ha dejado de torturarnos, al parecer cuestionado no por su conciencia humanitaria, sino por la presión cada día creciente de nuestro pueblo. Espero, esperemos, que no venga ahora el policía bueno a ofrecernos un cigarrillo envenenado.

Vidal de Nicolás es poeta y presidente del Foro Ermua.

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