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Reportaje:

Llamando a las puertas del caos

Alfonso Armada

Chililabombue es la última población de Zambia antes de cruzar la frontera con la República Democrática de Congo- RDC, en Kasumbalesa, desde donde parte la carretera hacia Lubumbashi, capital de Katanga, la rica provincia congoleña.Las autoridades de Katanga dicen que la guerra es algo lejano, pero no quieren testigos incómodos.

El pasaporte viaja de mano en mano como si de una rareza bibliográfica se tratara. En la aduana de Kasumbalesa hay quien se conforma con un vistazo somero y una mirada compasiva, casi cómplice, pero los miembros de la Aner (la policía política de Laurent Kabila, el baqueteado presidente de la RDC), que repasan minuciosamente las 32 páginas, se quedan extasiados ante el visado expedido por su propia Embajada en Madrid (17.000 pesetas: uno de los más caros del mundo y sin duda el más inútil) y mueven la cabeza con desaprobación y desgana: "Todo está tranquilo en Katanga. Kinshasa ha sido limpiada. Hemos recuperado Matadi, la base de Kitona y la presa de Inga. Sólo quedan rebeldes en Kivu. Pero no queremos periodistas por aquí". Los rebeldes son los banyamulenges, tutsis zaireños que ayudaron hace año y medio a Kabila a deshacerse del dictador Mobutu Sese Seko.

Ben Musonga parece un hombre honrado. Por si hubiera alguna duda, la encargada de la oficina de Avis en el aeropuerto de Ndola, capital del cinturón del cobre zambiano, lo confirma. El coche parece a punto de desencajarse, pero Ben consigue enseguida coja velocidad.

Mientras el presidente zambiano, Frederick Chiluba, recalcó el pasado sábado que la única intervención de sus tropas en la RDC será en misión de paz, Ben Musonga, bemba (una de las 77 tribus de Zambia), no tuvo noticia en la primavera del año pasado del paso de las tropas de Kabila por esta franja del norte zambiano, este riquísimo cinturón del cobre, para atacar al Ejército de Mobutu desde el sur y cerrar el cerco sobre Lubumbashi, la capital katangueña, entonces Shaba. Ben corre tanto que la policía de carreteras le detiene en Kitue, a un tercio del camino. El policía, alto y elegante, se sienta detrás y acompaña al infractor a comisaría. Pero siempre hay un lugar para aparcar, hacer un aparte y negociar sin que el pasajero escuche. Después viene el chantaje: o se colabora en la sanción o el viaje acaba antes de lo previsto."Esto es África. La corrupción es mala para todos", dice Ben Musonga, cuya fama de hombre honrado acaba de sufrir un primer descalabro.

Un soldado con casco de combate y redecilla, como si la guerra rondara, controla el flujo de vehículos hacia la frontera: camiones con mercancías y furgonetas cargadas de pasajeros. Es entonces cuando el honrado Ben cuenta que la semana pasada llevó a cuatro periodistas a la frontera y que después de cuatro días de vanos intentos tuvieron que desistir. La carretera pierde asfalto a medida que avanza hacia Congo, los baches son más grandes y menos evitables. "¡Congo!", suspira Ben Musonga con inextricable melancolía, y añade: "Al final de esta recta está el Congo".

Un congoleño sin papeles, flaco y con la mirada perdida, es entregado a las autoridades zambianas. El oficial reniega de sus vecinos ( "¿qué puedo hacer yo con él, meterle en la cárcel? Esta gente quiere volverme loco"), mientras sella papeles de congoleños que entran y salen. Menos de cien metros de cinta de asfalto separa las dos aduanas: camiones y furgonetas a la izquierda; colmados y barecitos sobre los que la brisa aventa el aroma de un apetitoso guiso de cebolla, y la pléyade que vive de la frontera: descuideros, traficantes, transportistas, vendedores ambulantes, cambistas, timadores y espías de medio pelo.

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Un misionero luterano alemán llega a bordo de su pequeño vehículo rojo con tracción a las cuatro ruedas. Lleva tres años en Katanga y asegura que "las cosas han cambiado para bien" en la frontera y que todo "está en calma".

El jefe de la Aner en Kasumbalesa llega tarde, a bordo de un Mercedes blanco. Su chándal rojo, su gorra de béisbol, sus gafas negras y su cadena de oro no prometen nada bueno. De nada sirve insistir. Frontera cerrada a ojos indiscretos y dos nuevos sellos en el pasaporte en el intervalo de unos segundos estampados por la burocracia aduanera: uno de entrada y otro de salida, sin haber pisado el atribulado Congo de Kabila.

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