Extranjero y amargado
El español de Mont-de Marsan o el francés de Priego. Todo al revés. Extranjero en todos lados. La dura vida del emigrante marcó siempre a Luis Ocaña, uno de los mejores ciclistas de todos los tiempos. Cuando se suicidó el 19 de mayo de 1994, quienes le conocían no se sorprendieron demasiado. Por muy brutal que fuera la noticia no dejaba de ser la crónica de una muerte anunciada. Acuciado por las deudas en sus negocios de armagnac, fracasado en su matrimonio, y con una hepatitis-cirrosis que le destruía, tomó la decisión fatal. En realidad, el camino sin retorno de un hombre amargado hasta en los momentos mejores, pero capaz de tomar las riendas de su destino con una saña sin límites.Ocaña fue el típico hombre genial, pero que no sabía disfrutar de sus éxitos. Hasta en los mejores momentos se le veía con un rictus de insatisfacción. En el ciclismo, como en la vida, existen personas con carácter bueno o malo. Ocaña escondía el bueno al máximo. Hablar con él era enfrentarse a un tipo hosco, difícil, siempre a la defensiva. Hacerlo al principio o al final de una etapa, aunque hubiese ganado, suponía armarse de paciencia y recibir contestaciones negativas o ironías de mal gusto. Mientras otros grandes corredores de su época hacían alardes de amabilidad, él siempre tenía un mal momento, un detalle feo, como si los periodistas fuesen enemigos y no un vehículo fundamental para contar sus hazañas. No es que fuera tímido o de pocas palabras. Simplemente estaba siempre enfadado y su educación, lo que transmitía, dejaba mucho que desear.
Y no sólo tenía problemas con los informadores. Sus relaciones con los compañeros, o con los directores de equipo, en su siguiente etapa, también fueron tensas.
"En Francia me tratan mejor", decía muchas veces con amargura. En España, por su antipatía, nunca fue del todo querido. Tampoco él hizo lo necesario por reconducir su propaganda, aunque nunca quiso perder su nacionalidad española. En un país lleno de oriundos, no se valoró el mérito de un hombre que llegó al sur de Francia, a Mont-de Marsan, a los 12 años desde su Priego conquense y que jamás renunció a sus orígenes.
Ocaña, aunque pareciera increíble, fue un hombre que sufrió demasiado. La suerte tampoco le acompañó. Si de su primer accidente, que le costó el Tour de 1971, no le quedaron secuelas, las surgidas tras el segundo, ya en automóvil, en 1983, fueron la puntilla. De una transfusión maldita que le salvó momentáneamente la vida, vino la condena a muerte que él mismo ejecutó. Fue el final de un guión previsto. Fatal.
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