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Tribuna
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Lucro cesante

Antonio Muñoz Molina

Cuál es el precio exacto del sufrimiento, del silencio, de la ilegalidad, de la delación. Debajo de los hechos indubitados o improbables, de la jerga curial, de las palabras falsas y las palabras verdaderas, que tienen todas el mismo sonido, empieza a distinguirse un rumor de dinero, como un sucio río de basura y monedas que discurre por las alcantarillas, en el lado invisible o turbio de las cosas. El mercader de Venecia supo calcular la equivalencia en dinero de una libra de carne humana. En medio de la teatralidad lenta y desganada del Tribunal Supremo, ya casi desertado por los fotógrafos y el público, Antonio Torrente, economista y actuario de seguros, hombre menudo, pulcro, experto en la cuantificación monetaria de desgracias, va desglosando ante los magistrados, con un sonoro acento catalán, la contabilidad exacta del infortunio de Segundo Marey. "Muy pobre es el amor que puede ser medido", dice otro héroe de Shakespeare, el Antonio retado por Cleopatra a expresarle el grado de su pasión. Don Antonio Torrente, perito ecuánime, declara que todo daño moral es incalculable, pero que los perjuicios materiales sufridos por Segundo Marey a raíz de su secuestro y cautiverio ascienden exactamente a la cantidad de treinta y nueve millones trescientas treinta y seis mil pesetas. Entre los diversos capítulos de esa pericia contable, a mí el que más me llama la atención es el denominado "lucro cesante", que tiene una sonoridad entre ampulosa y sórdida, y que debe de ser un concepto de extraordinaria importancia, porque le corresponden nada menos que catorce millones setecientas setenta y nueve mil pesetas.Lucro cesante suena a algo muy fuerte, como "pavoroso incendio" o "enérgica condena", o como esa espléndida definición del peluquín que hace don Francisco de Quevedo: "Guedeja réquiem". El lucro cesante, me explica una colega más perita que yo en los retorcimientos verbales de la judicatura, es el dinero hipotético que Segundo Marey dejó de ganar por culpa de su desgracia. Pero más enigmática aún es la cantidad de tres millones y medio de pesetas en concepto de daños físicos. ¿Sería capaz el erudito actuario Torrente de hilar más fino todavía y determinar el precio de la caminata por el monte con los pies descalzos, la sensación de ceguera bajo los algodones y el esparadrapo, el frío, el miedo a morir? De pronto la pompa de la justicia cobra una chabacanería de regateo en feria de ganado, y se discute si Marey ganaba más o menos cuando lo secuestraron, o si el negocio de viajante de muebles de oficina daba mucho dinero, y hay gran debate sobre el índice de cotización del franco que se ha de tener en cuenta para calcular el valor último de la indemnización.

Vuelve a aflorar en los amenes soñolientos del juicio el río turbio del dinero, los millones oscuros de los fondos reservados, el lucro de algunos que supieron calcular provechosamente la contabilidad secreta de sus heroicidades y trapacerías, y que al convertirse en lucro cesante y beneficio réquiem les avivó de pronto la memoria y despertó en ellos un ansia encomiable de arrepentimiento y colaboración con la justicia. Hay daños más allá de toda reparación y sentimientos que, como aseguraban reiteradamente las canciones antiguas, no pueden comprarse con dinero, pero sí se puede calcular cuál fue el precio del silencio de José Amedo y de Michel Domínguez durante los años que estuvieron en la cárcel: cuentas numeradas en Suiza, viajes peliculeros con maletines y citas en hoteles y en supermercados de Ginebra, sobres blancos, cerrados con celofán, mullidos gustosamente de fajos de billetes.

"Hay quien habla de los fondos reservados como si aquello hubiera sido el tesoro de Aladino", dijo con cierta ironía despegada Rafael Vera el día de su interrogatorio. Por las cantidades que enumeran los expertos del Banco de España, resulta que nada más que en 1983 se gastaron mil doscientos cuarenta y seis millones de pesetas, lo cual puede que no sea el tesoro de Aladino o de Ali Babá, pero sí da indicios de un botín capaz de despertar la codicia de los cuarenta ladrones. La gran cloaca del dinero discurre bajo las palabras dichas en voz alta y los acontecimientos visibles, emerge en la respetabilidad aséptica de las cuentas suizas o tiene un tacto viscoso de dinero pagado a un confidente, a un subordinado leal, a un pistolero. Lo que no aparece ya es la maleta con el millón de francos, la maleta que según Julián Sancristóbal vino de Madrid y que ayudó a sufragar los gastos del secuestro de Segundo Marey, la misma maleta de la que José Amedo dice haber sacado el dinero con el que pagó a los mercenarios en la habitación de un hotel taurino de Bilbao. Maleta réquiem, lucro cesante: en el Banco de España no hay constancia de que se retiraran francos en torno a esos días. Es el misterio, el hechizo del dinero, su invisibilidad y su omnipotencia, su extraño don de mancharlo todo salvo las manos de quienes más se benefician de él.

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