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Contaminados por la infamia

JAVIER UGARTE "Yo estaba convencido desde el principio que me iban a ejecutar. A veces lo deseaba, señor, lo deseaba". Imagino la sala del Supremo silenciosa, atrapada por esa voz densa, cargada de dolor y congoja: "A veces lo deseaba, señor, lo deseaba". Son palabras del hombre que regresó de la infamia cuando, quince años después, ha sido capaz de articular su sufrimiento indecible. Antes el silencio; después nada. Tal vez ustedes han tenido ocasión -como he tenido yo- de escuchar estas palabras de Segundo Marey. Y tal vez, como a mí, les hayan estremecido por su grave emoción y su radical humanidad: sólo el hombre, cualquier hombre, es capaz de sufrir así, y sólo éste es capaz, en su crueldad, de infligir ese sufrimiento. Su dolor abarca de modo natural otros tormentos ocurridos en otro lugar, en otro momento quizá, pero idénticos en su vileza. Retrotrae a tanta calamidad como ha acumulado nuestro siglo: de los nazis y nuestra guerra civil a los Balcanes. Uno siente entonces la apremiante necesidad de salir de esta historia calamitosa, de iniciar ya otra andadura. Pero sabe que la maraña de la condición humana le retiene, que no cabe huir, sino afrontarlo, que, como diría Kavafis, no es posible hallar otras tierras ni otros mares. La memoria se impone -debe imponerse- sobre el olvido si se quiere exorcizar a la bestia. Y probablemente no sea posible comprender la magnitud de la infamia -aunque no sea sino someramente- si no es a través del testimonio directo: oírlo, verlo de algún modo. La palabra escrita apenas sirve (si no son testimonios dados con la levedad y hondura de la prosa de un Primo Levi, Semprún y Evguenia Ginsburg o la poética de Paul Celan). De modo que, en este caso, ha sido bueno que no prosperase la propuesta del Supremo para evitar la toma de sonido en el juicio del caso Marey: escucharle es comprender. Como comprender es ver las expresivas imágenes tomadas tras la liberación de Ortega Lara (casi un año de esto): su mirada ausente y su cuerpo escualido y enfermo dice más de la vileza de ese horror que fue su cautiverio de 532 días en aquel ataúd de estilo "montañero" que cada palabra escrita sobre ello. También él dijo eso de "mátame, mátame, que ya sabes que no tengo miedo a morir". Tenía, como tantos otros supervivientes, miedo a la vida, una "súbita oleada de cansancio moral" ante la libertad (Levi) que le hacía negarse a ver la luz del día mientras se acurrucaba en el camastro. Son quienes vuelven de la muerte, de la penumbra innombrable que ha sido (el lager y el gulag) y aún hoy (el zulo); lugares en que la infamia se adueña del hombre y desuella su dignidad y aún su ser. Y están las imágenes terriblemente humanas (para vergüenza de la humanidad) de los verdugos, de una crueldad inaudita. El caso de José Amedo que, ajeno al espanto en el que vivía un hombre que se sabía reducido a la nada moribunda, decide no acercarse a la cabaña en la que se encuentra secuestrado para no estropearse los zapatos. O esos cuatro jatorras (hoy juzgados) a punto de echar una partida de mus mientras mantenían enterrado a quien agonizaba lentamente. Resulta curioso que tanto unos como otros se jacten hoy de lo bien que daban de comer a quien torturaban: el GAL daba fabada asturiana; ETA, comida casera. Ninguno muestra, al cabo del tiempo, compasión por la víctima, creen haber hecho lo que debían: tenían una causa. Y esto es lo que verdaderamente estremece. Porque la infamia siempre ha tenido una causa que permite que se despliegue el Mal en estado puro, ése que contamina las sociedades, que permite explicar lo inexplicable hasta asumir como necesario el acto más vil que el ser humano puede cometer: el coqueteo con la muerte. La infamia tiene nombre. En este rincón del planeta fue el franquismo (del que surge directamente el fenómeno GAL), y hoy se ha personado en ETA. Ver, eso, comprenderlo, no confundir a la víctima con el verdugo es el primer paso para sanar de esta enfermedad moral que hoy anida en sectores tan señalados de la sociedad vasca como puede ser el obispado de San Sebastián.

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