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Reportaje:

Un modelo sobre el papel que sólo se aplica a medias

En épocas de crisis suelen hacerse preguntas trascendentales. Y como la crisis sanitaria es honda, algunos se hacen preguntas existenciales: ¿existe realmente el modelo catalán? Y si existe, ¿en qué consiste? La respuesta no es unánime, aunque parece existir acuerdo en dos puntos: se han sentado unas bases teóricas y legales, pero el modelo está lejos de aplicarse plenamente. El llamado modelo sanitario catalán se asienta sobre tres pilares: la descentralización territorial de los servicios asistenciales, la separación de las funciones de planificación, financiación, compra y provisión de los servicios, que en el modelo tradicional público se concentran en un solo órgano de gestión pública, y finalmente la introducción de sistemas de gestión privada en los servicios públicos. Desconcentración. El objetivo era crear una red de hospitales comarcales que acercara los serviacios a los usuarios, elemento esencial para garantizar la equidad en el acceso a las prestaciones. Este objetivo se ha logrado, pero más bien por decantamiento de una realidad que ya existía. En Cataluña ya había una red de hospitales comarcales, y Sanidad ha hecho de la necesidad virtud adoptando las estructuras legales y financieras necesarias para consolidar y ampliar esta red. Sobrecoste. Pero para que la desconcentración fuera efectiva debía ir acompañada de otras medidas que no se han aplicado, y eso ha hecho que el modelo sea más caro e ineficiente. Algunos economistas estiman que el sistema catalán tiene un sobrecoste de unas 10.000 pesetas por ciudadano y año. El Servicio Catalán de la Salud no admite que el modelo catalán sea más caro por un problema de gestión, sino porque ofrece más servicios. El argumento es que Andalucía, para una población de 7.200.000 habitantes, tiene 38 hospitales, y Cataluña, para menos de 6.000.000, tiene 68. Pero en realidad se ha extendido la red de hospitales comarcales, que cubren el 80% de las contingencias sanitarias, sin reducir al mismo tiempo el número de camas de alta tecnología, especialmente concentradas en la ciudad de Barcelona. En los últimos años se han eliminado unas 1.000 camas de agudos, de las cuales apenas 300 corresponden a Barcelona. Una unidad básica de asistencia (UBA) cuesta en un hospital comarcal 22.500 pesetas, mientras que en un hospital de alta tecnología de Barcelona cuesta entre 45.000 y 50.000 pesetas, cuando buena parte de la asistencia que prestan no es de gran complejidad tecnológica y para cubrir programas más costosos, como la investigación o los trasplantes, cuentan con presupuestos aparte. Mientras la red sociosanitaria sigue desbordada e incapaz de cubrir la enorme demanda de atención para enfermos crónicos y terminales, las camas de los grandes hospitales de Barcelona se llenan de pacientes que no necesitan alta tecnología y que podrían ser atendidos en otros niveles a un coste muy inferior. Esta situación está provocando en los hospitales de agudos una tendencia a retener a enfermos sanos con revisiones innecesarias para cubrir los objetivos de asistencia fijados en el presupuesto, bloqueando así el acceso de otros pacientes y aumentando las listas de espera. Otros hospitales tratan de captar enfermos aun a costa de no cobrar la asistencia el primer año para poder negociar al año siguiente un incremento del cupo asignado, lo que también aumenta las listas de espera. Sin plan de servicios. Todo ello debería haber sido resuelto mediante un plan de servicios que definiera qué recursos deben ser desplegados en cada lugar. Pero este plan no se ha hecho, lo que también compromete el cumplimiento de los objetivos del plan de salud. Con años de retraso, una comisión ha estado trabajando en un proyecto de plan de servicios que tiene, a juicio de algunos observadores, pocas posibilidades de prosperar. Separación de funciones. El segundo gran pilar del modelo catalán es la separación entre planificación, financiación, compra y provisión de los servicios. Algo que ha hecho correr cantidades ingentes de tinta. Sobre el papel y sobre la ley, esta separación está hecha. Pero de tal manera que la Generalitat está en todas partes y nadie mueve una paja sin su consentimiento. En teoría, el que debiera planificar es el Departamento de Sanidad; el Servicio Catalán de la Salud tendría que ser el financiador y cada una de las regiones debería decidir a quién comprar los servicios que han de prestar los diferentes hospitales. En la práctica, el que planifica es el Servicio Catalán de la Salud,que a su vez financia y, como órgano desplegado en el territorio, compra los servicios. Y no sólo los compra, sino que también es un elemento esencial en la provisión, a través del ICS, que depende de él, y a través de los muchos consorcios creados para diversificar la oferta de proveedores. Todos estos consorcios están presididos o condicionados por el Servicio Catalán de la Salud, de modo que las decisiones se toman en despachos distintos, pero no es seguro que respondan a voluntades distintas. Reforma del ICS. El tercer pilar del modelo era precisamente propiciar fórmulas de gestión que permitieran huir del corsé que supone ser un organismo de derecho público, especialmente en el ámbito de la contratación de servicios y personal. Para ello el Departamento de Sanidad ha creado 10 consorcios y 9 empresas públicas, y ha entregado la gestión de varios hospitales y de 25 áreas básicas de salud a empresas de la más variada naturaleza. Ha intervenido en todas partes menos en el Instituto Catalán de la Salud. De poco sirve hacer experiencias piloto por todas partes para probar la bondad de la gestión privada si el servicio público por excelencia, aquel cuya reforma realmente tendrá incidencia, no se modifica. La Ley de Presupuestos de 1997 obligaba a Sanidad a presentar al Parlamento el proyecto de ley de reforma del ICS antes del 30 junio de ese año. Después de haber elaborado sucesivos borradores, el proyecto está paralizado, con lo que también en este punto la Generalitat ha incumplido sus propias leyes. Ahora, el proyecto se encuentra oficialmente aparcado a la espera de que el Gobierno del PP defina un nuevo marco de relaciones laborales. Mercado regulado. Toda esta separación de funciones tenía por objeto crear lo que los técnicos denominan un mercado regulado en el que la competencia entre los centros debía estimular la eficiencia. Pero ¿qué competencia? ¿Acaso hay alguien -el usuario, el médico, el gestor- que pueda elegir realmente entre diversas ofertas? Hasta los más acérrimos defensores del sistema reconocen que no y afirman que el principal defecto del modelo catalán es que no ha pasado de ser un galimatías de experiencias piloto. El estímulo de gestionar mejor tampoco ha funcionado, entre otras cosas porque el Departamento de Sanidad ha venido aplicando año tras año una política de subvenciones encubiertas bajo el eufemismo de ayudas a la explotación, concedidas de forma absolutamente discrecional, que ha permitido a muchos centros acabar de ajustar el balance presupuestario. Estas ayudas han llegado a sumar algún año 10.000 millones de pesetas. En 1996 fueron de casi 8.000 y en 1997, ya en momentos de crisis, llegaron a ser de más de 4.000. "Pax sanitaria". Este sistema tiene dos consecuencias subrepticias: una, que se extiende entre los gerentes la idea de que quien no gasta no mama; que no se premia el rigor en el presupuesto, ni la eficiencia, sino otras cuestiones. La segunda, que la discrepancia excluye de la ayuda. A ello hay que añadir que no hay en todo el sistema sanitario catalán, con 68 hospitales y más de 300 empresas concertadas que ofrecen servicios extrahospitalarios, dos conciertos que sean iguales. Cada empresa, cada hospital, cada experiencia piloto, cada empresa proveedora tiene un concierto diferente, negociado aparte con el Servicio Catalán de la Salud, lo que también da lugar a una gran posibilidad de discrecionalidad. A esta relación de dependencia atribuyen algunos observadores la pax sanitaria que hasta ahora se ha vivido en Cataluña. Pero este sistema de reparto, tan generoso como discrecional, está llegando a su fin. No va más.

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Fin de una etapa de triunfalismo en Sanidad
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