Chulerías de postín
JULIO A. MÁÑEZ Detrás de la afirmación del señor Aznar calificando a la oposición socialista de apolillada, antigualla de museo y demás ostentación de desprecios, late no sólo el miedo de quien por más publicidad que le eche al asunto no acaba de deshacerse de la imagen de jefe de ascensoristas: también en el desdichado gesto que acompaña a la dicción se deja ver la vieja predilección de señorito de la derecha de siempre hacia una izquierda tenida desde antiguo por una engorrosa pandilla de menesterosos de cuya capacidad para el rencor no puede esperarse cosa distinta que el estorbo respecto de sus estupendos planes para los negocios de derechas. Es, una vez más, el amago de esa clase de autoritarismo ideológico que se muestra tanto más crispado en sus expresiones oblicuas cuanto menos despejado está el camino para manifestarse en todo su esplendor. Por algún sitio ha de salir lo que tiene que aguantar el señor Aznar para sus adentros, cuando hasta se considera obligado, por lo que sin duda cree un malhadado complot de las circunstancias, a masacrar en público algunos versitos del pobre Lorca, esa rojaza mariquita que, ¡encima!, era poeta. Pero, más allá de la propensión espontánea a la bravuconería tabernaria, se abre paso la sospecha de que tras esa clase de dicterios asoma la oreja un cierto plan preconcebido según el cual ninguna comunidad autónoma debe salir indemne de ese plan de choque que parece fiar toda su eficacia a la proliferación de los malos modales. No de otro modo puede entenderse que el señor Zaplana encuentre el tiempo necesario entre excursión y excursión para proferir tres o cuatro baladronas tontas sobre las tonterías que atribuye a sus adversarios socialistas: con lo a gusto que se encuentra nuestro campeón autonómico en compañía de Julio Iglesias musitándole tangadas al oído en las estepas rusas, a qué santo le vienen ahora con las estupideces cometidas por su amigo Cartagena, que además ni siquiera canta. Y toda esta fanfarria zarzuelera ¿qué es lo que quiere? ¿Es de recibo aceptar a estas alturas del siglo una argumentación política cuyo resumen produce tanta desazón democrática como aquel "ladran, luego cabalgamos" del que tanta satisfacción, acaso la única, obtenía el general que les precedió en el cargo? Y, todavía, ¿es imprescindible miserabilizar la expresión de la vida pública hasta ese extremo de pánico? ¿No hay creativos oficiales de imagen que reparen en la eventualidad de que los valencianos bien pudiéramos estar ya bastante hartos de tragar las chulerías de Álvarez Cascos y Miguel Ángel Rodríguez en los telediarios como para tener que abochornarnos también de las que cometen en directo el señor Zaplana y sus banqueros y sus empresarios y sus múltiples señores Such en la cobertura local del disparate? Por otra parte, que en realidad es la misma, ya me dirán a qué viene ese nerviosismo de novensano ante las posiciones de izquierda cuando se formula desde una cháchara ideológica que no se cansa de certificar la espontánea desaparición histórica de esa clase de divisiones sociales. Porque si Zaplana y sus secuaces optan por el centro dicharachero al constatar entre risotadas la inexistencia de la derecha y la izquierda políticas, sólo el miedo explica que semejante lote incluya en lugar de privilegio la histeria antisocialista como principal argumento.
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