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Tribuna
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Otro toreo, otro toro, otro público

Se habla tanto de los toros de antaño, de la forma de torear, del público de aquella época, que parece que ese entonces indeterminado atesoró todas las buenas cosas que tiene el toreo. No es así en su totalidad.Si ese antaño se refiere a los años cincuenta y a sus ferias isidras, época en la que desarrollé mis actividades toreras, no se debe exagerar, aunque en algunas cosas las diferencias sean manifiestas.

El toro, terciado y de más elevada casta, infundía sensación de peligro, y lo demostraba. Las bajas eran superiores durante el transcurso de la feria, detalle a tener muy en cuenta. Los toreros dominantes incluían una cláusula en sus contratos en que se preveía ocupar el puesto del primer herido, del segundo y del tercero...

El público, severo y entendido, no se centraba exclusivamente en determinados tendidos. Los tribunales se repartían por todo el recinto. Los más exigentes, los del 9, apenas aplaudían ni silbaban, simplemente se levantaban y, con un leve gesto, decían no. Paraban en seco, sin voces, el osado conato de vuelta al ruedo. Extremado y minucioso, analizaba los tercios de la lidia y juzgaba con dureza los errores, incluso de los subalternos. Cualquier feo detalle era reprobado con murmullos, sin gritos estentóreos. La entrega -sólo ante excepciones-, absoluta...

Los toreros, con el miedo que produce la responsabilidad aumentado por estas circunstancias ambientales, salían concienciados al cien por cien. Sabían que, aparte de la vida, se jugaban la temporada y hasta el porvenir. Así era la plaza madrileña en aquellos tiempos...

La forma de torear, supeditada a las condiciones de las reses, de embestidas más ariscas y destempladas que las actuales. No había tanta despaciosidad en los muletazos, aunque sí templanza, que no es más que acompasar el ritmo del torero al del toro...

La faena soñada, ahora paradigma del arte de torear, no abundaba. Las geniudas arrancadas de los toros no las propiciaban. Sólo se lograba en ocasiones, aunque eran ligadas de verdad porque el toro repetía los envites, lo que exigía que el engaño estuviera siempre presente ante sus belfos; la trayectoria del pase, larga, y la quietud absoluta.

La aspereza de las reses exigía mucho aguante de los toreros, más valor y extremado conocimiento de las técnicas apropiadas para cada circunstancia. Las faenas resultaban emotivas y de inciertos resultados, algo poco común en la actualidad.

El toreo ha ganado en belleza, estética y preciosismo, gracias a las suaves condiciones de los animales, exentos del grado de pujanza, furibundez y nervio que caracteriza, o debe, al bravo. El virtuosismo presente se desnaturaliza al carecer de sensación de riesgo -aunque exista- por mor de la escasa agresividad de los antagonistas.

El mal de la fiesta estriba en la exigua bravura de los toros de lidia, excesivamente grandes, gordos y blandos, aunque los terciados también se cayeron en la pasada feria sevillana. La ciencia torera se ha visto menguada en su otrora rica extensión de conocimientos, entonces precisos para dominar, la mayoría obsoletos, dada su escasa aplicación ante tales enemigos.

Existen diestros que seguramente se comportarían brillantemente con toros fuertes y bravos, aunque está por ver. A ellos corresponde poner las cosas en su sitio, por su propio bien y el de la fiesta. Si no...

Juan Posada es matador de toros retirado y periodista.

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