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El pelele blasfemo

En diciembre de 1931, de la noche a la mañana, el veterano telonero de 44 años Boris Karloff se convirtió en un juguete universal, en uno de los más célebres y -por su explosiva manera de mezclar la sobriedad y la desmesura- incatalogables actores del Hollywood clásico. Su carrera es la de un cómico de irresistible fuerza gestual, que hizo muchas eminentes creaciones, pero al que algo le imposibilitó para ir más allá de la aterradora -y misteriosamente enternecedora- máscara que le dio a conocer al mundo.Este algo proviene de que la formidable máscara absorbe un gesto que no tiene más allá posible, un gesto cerrado sobre sí mismo, una especie de tautología escénica infernal, pero tan completamente humana que por eso precisamente asusta. No da miedo, sino que contagia el horror que arrastra un espantapájaros bajo el que se cuece un hombre común necesitado de respirar, de salir fuera de sí mismo, pero que carece de respiraderos y permanece eternamente encerrado en la opacidad de un cerebro atrapado por el cerco de una forma tan extrema de aislamiento, que no hay manera de franquear salvo mediante la violencia, su único lenguaje.

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La máscara de Karloff repele, pero fascina. Lleva impreso el estigma del gesto más sencillo y al mismo tiempo más extremo creado por el cine, y tal vez ésa es la razón de que la carrera de su autor se quedase pegada irremediablemente al acta de nacimiento de un personaje de apariencia fantástica, pero al que su genio hizo tan verosímil en su dolor y tan perturbador por su soledad que lo convirtió en un pelele íntimo, común, de todos, ante el que es inevitable identificarse con una intensidad y una persistencia casi hipnóticas. La máscara de Karloff atravesó todas las fronteras y -el genial actor murió el 2 de febrero de 1969- sobrevive a quien la llevó puesta, un cómico inmenso cuyo salto a la leyenda ha hecho de él, junto con la figura del hombrecillo vagabundo compuesta por su compatriota Charles Chaplin, uno de los dos supremos fetiches identificadores del cine.

Y si este truculento muñeco de feria mantiene su fuerza identificadora tantas décadas después de creado y su leyenda es tan inagotable que sigue siendo fuente de autoconocimiento de los temores más indescifrables de la gente de ahora, es porque encarna la metáfora universal de la criatura asustada por el silencio del creador, la queja blasfema de un hijo contra su dios.

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