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Tribuna:CÁRDENAS Y EL GOBIERNO DE MÉXICO DF
Tribuna
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La apuesta mexicana

Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, antiguo militante del Partido Revolucionario Institucional (PRI) -en el poder desde hace 60 años en México- y actual jefe de la oposición aglutinada en el centro izquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD), asumirá hoy la jefatura del Gobierno del Distrito Federal (DF). El hecho será en sí mismo un acontecimiento histórico: los habitantes de la capital mexicana, la antigua Tenochtltlán, que avasalló pueblos enteros, la posterior sede de los gobernantes en la Colonia y asiento actual de los poderes de la Federación, nunca habían elegido a sus gobernantes (que los imponía el presidente en turno), ni mucho menos lo habían hecho en elecciones democráticas y libres, en un país con una tradición vergonzosa de comícios fraudulentos y violencia poselectoral.El acontecimiento importa no sólo por el hecho de que se trata del conglomerado humano más grande del país (en estricto sentido, nueve millones de habitantes), sino porque también es uno de los más conflictivos, con elevados índices de inseguridad y donde conviven, a veces sin ruborizarnos demasiado, la opulencia feroz y la pobreza extrema. Cárdenas se suma a la lista de otros seis gobernadores surgidos de la oposición -que en conjunto indican al PRI que sus horas pueden estar más que contadas-, pero en su caso la novedad es que se trata del primer gobernante que surge de las filas del PRD, cuyos principales dirigentes, hay que recordarlo, salieron hace ya una década de las filas priístas.

¿Vive México una real transición a la democracia? Descartando las comparaciones con España o con la República Checa, por señalar dos modelos a los que con frecuencia recurren los mexicanos, la respuesta es claramente afirmativa. Las modulaciones y los tonos que ese tránsito está adoptando son típicamente características de un país acostumbrado al autoritarismo, al apego limitado y conveniente al régimen de derecho, al clientelismo de partidos, gobernantes, sindicatos y líderes sociales, y a la desconfianza de unos contra todos y de todos contra unos.

Durante muchos años, de mediados de los cincuenta a mediados de los setenta, México fue considerado, por una porción importante de la comunidad internacional, como un remanso de tranquilidad, desarrollo y paz. Y cuando ocurrían eventos muy graves, como la matanza de Tlatelolco en 1968, esa misma comunidad estuvo más que dispuesta a tolerar los excesos derivados de un poder autoritario y enemistado con amplios sectores de la sociedad. El régimen del PRI complacía, y mucho, a las naciones con las que el país se vinculaba diplomática y comercialmente. Por otro lado, los empresarios mexicanos tenían muy poco que temer (y sus inversiones menos) en una economía estatizada y propensa a subsidiar sus descalabros y los errores financieros que pudieran cometer. Esa falta de transparencia en la relación entre los dueños del dinero y los funcionarios del Gobierno central y de los gobiernos estatales dio lugar a que durante años creyéramos la ilusión, o el espejismo, de que nuestros empresarios eran efectivamente comprendedores, además de nacionalistas y patriotas, adjetivos con que la zalamería oficial gustaba obsequiarles.

La apertura al mundo, iniciada con suma cautela en 1985 por el Gobierno de Miguel de la Madrid -cuyos cimientos económicos continúan hasta la fecha con los enormes tropezones que la economía ha registrado y que han hecho que los pobres (40 millones) sean más pobres hoy en día-, abrió los ojos a muchos mexicanos y los hizo salir de su tradicional provincianismo y ensimismamíento. En los últimos años hemos constatado que, por fortuna y en sentido opuesto a la sentencia popular, como México, en efecto, no hay dos. Son tantas nuestras carencias que con un solo México basta y sobra.

Las reformas económicas de Carlos Salinas de Gortari, con todo y lo polémicas que fueron por los ritmos y los tiempos en las que se dieron, pero, sobre todo, porque no estuvieron acompañadas de una profunda reforma política y del Estado, situaron a las principales fuerzas económicas del país (empresarios, Gobierno y sindicatos) en la perspectiva de una competencia internacional nunca antes vista. Por primera vez, los mexicanos estuvimos su jetos a un duro escrutinio sobre las cosas que hacíamos pero, sobre todo, cómo las hacíamos. Desde luego, el capítulo democrático en su versión más simple, es decir, elecciones libres y justas, era una asignatura pendiente: es completamente cierto que las primeras elecciones libres, aunque inequitativas, ¡desde 1910! fueron las de 1994, por las que Ernesto Zedillo accede a la presidencia, y la confirmación de esa tendencia, con menores desequilibrios en la competencia partidaria, ocurrió apenas el 6 de julio pasado. Con todo y el levantamiento armado de Chiapas, los magnicidios del cardenal Posadas, Colosio y Ruiz Massieu y la corrosiva penetración del narcotráfico en las altas esferas políticas, la democracia mexicana tiende a consolidarse. Pero, ¿cuál es la ruta? La llamada transición mexicana a la democracia vive ahora uno de sus momentos más emblemáticos: una Cámara de Diputados -encargada, entre muchas otras cosas, de aprobar el presupuesto federal para 1998-, dominada por los partidos de oposición, el conservador Partido Acción Nacional (PAN) y el PRD; una Presidencia de la República que ve acotado cada vez más su omnipresente poder centralizador y autoritario, un creciente número de mexicanos gobernados en sus estados por partidos diferentes al longevo y anquilosado PRI, un discurso oficial que agotó hace algunos lustros su fuerza referencial de la Revolución de 1910 y unos medios de comunicación que han descubierto las bondades y aun los beneficios económicos que les reporta ejercer a plenitud su libertad de expresión.

Con exceso retórico, el presidente Zedillo ha insistido en que las reformas que han dado lugar a la modificación del escenario político deben atribuírsele. No se regatea aquí la enorme importancia de que en un país presidencia-lista el titular del Ejecutivo muestre disposición al diálogo y a la apertura, pero de ninguna manera se puede atribuir la autoría de estos cambios a una sola persona. Por el contrario, en la formación de nuestra democracia son muchos quienes han contribuido a que las cosas caminen -entre otros, los muertos en las filas de la oposición, que no han sido pocos-, a pesar o en contra de las fuerzas del antiguo régimen, que buscan regresar a los tiempos idos del aquí no pasa nada. Sin proponérselo, las luchas intestinas en el PRI y la refriega que ese partido ha escenificado, para deshacerse de la imagen del ex presidente priísta Salinas de Gortari, también han puesto su grano de arena para que el cambio democrático se acelere.

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La democracia, entonces, no contará con un solo eje que aglutine felizmente a todos los mexicanos (ni reyes ni líderes carismáticos en un mar embravecido de desconfianzas mutuas) y ello se debe, sin duda, al hecho de que los gobernantes lograron convencer por años al mundo entero de que México vivía en una democracia real a pesar de la extrañeza de que un solo partido, el PRI, dominara por décadas enteras. Cuando había que apretar, el régimen apretaba, pero nunca con el exceso despótico o militar de los países de Centro y Suramérica. Es decir, México arriba a formas democráticas inéditas por el agotamiento de un modelo unipartidista y la asfixia política de amplios sectores de la población hartos del autoritarismo de guante blanco, y no porque derive del fin de una dictadura (España) o la desintegración de un bloque ideológico de naciones (República Checa).Por eso, la nuestra es una democracia imberbe; una democracia en la que los partidos tradicionalmente de oposición deberán aprender a gobernar, pero, sobre todo, a concertar, negociar y pactar los cambios, y no sólo a gritar o manotear. En su victoria, los nuevos partidos en los Gobiernos estatales y en la Cámara de Diputados (PAN y PRD) deberán serenarse y actuar con la prudencia que se requiere para consolidar lo alcanzado y evitar nuevos desbordamientos sociales. El PRI, por su parte, no sólo deberá asumir el carácter irreversible de las reformas que le han valido ser oposición en no pocas entidades y congresos locales del país, sino agilizar su reforma, a no ser que quiera desde ya una celebración anticipada de sus exequias.

Rubén Álvarez Mendiola es periodista mexicano.

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