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54º FESTIVAL DE VENECIA

El cine ruso resucita en las fuertes imágenes de la película 'El ladrón', de Pável Chujrai

Bello idilio de Nastassja Kinski y Wesley Snipes en 'One night stand', de Mike Figgis

Mientras cinéfilos y periodistas italianos se enzarzan en polémicas caseras -indescifrables fuera de este país- provocadas por los filmes Porzus y Los vesubianos, ayer volvió a verse buen cine -es decir, inteligible para todo el mundo- en la competición de esta interesantísima Mostra. El británico afincado en Estados Unidos Mike Figgis aportó en One night stand un bello idilio entre Nastassja Kinski y Wesley Snipes, no satisfactoriamente resuelto pero admirablemente planteado y desarrollado. Y en El ladrón, Pável Chujrai despertó al gran cine ruso, que se considera muerto, pero que en realidad sólo duerme en espera de tiempos mejores. En las fuertes imágenes del filme de Pável Chujrai recuperamos una de las más sólidas tradiciones del cine europeo.

El ladrón es una película muy bien hecha, maravillosamente construida e interpretada, emocionante y grave, pero al mismo tiempo con una ágil, graciosa y trepidante mezcla de dolor y de humor, que impregna el largo itinerario -que abarca desde los atroces años del fin del estalinismo a los coletazos de esta espantosa tragedia histórica en la reciente guerra de Chechenia- de la vida de un niño en busca de un padre.El itinerario de este niño arranca desde el instante en que su madre lo pare en la cuneta de un camino embarrado de la estepa rusa y desemboca allí donde, ya convertido en un viejo, alcanza el lugar que le reserva el destino: un coronel al mando de un destacamento de tropas rusas genocidas durante una batida de exterminio en las calles de Grozni, donde con un rictus de loco amargo este hijo de Stalin sigue todavía en busca de un padre, real o imaginario, que sostenga las quiebras de su identidad.

Carcoma ancestral

En el enorme vertedero de desdichas que llamamos Rusia, el sentimiento de orfandad es una virulenta carcoma ancestral, pero cada vez menos ajena a la vida en este otro lado, el supuestamente afortunado, de Europa, donde el hueco de la muerte o de la inexistencia de una imagen paterna amistosa es llenado por esa misma, sorda y corrosiva, búsqueda de la fuente de donde cada uno proviene. Asunto, por tanto, de alcance universal, extremadamente complejo pero resuelto por Chujrai con gran inteligencia y sorprendente sencillez. Hay cine importante dentro de este vivificador y divertido tragedión ruso, que contribuye a mantener en pie el arriesgado cambio de rumbo de la Mostra veneciana a que estamos asistiendo estos días.

Otra ayuda para sostener el nuevo enfoque de este festival ha llegado de Estados Unidos. Se titula One night stand y lo dirige el británico Mike Figgis. Es otra buena película, más ligera y contemporizadora que la anterior, pero igualmente concebida contra la corriente, a pecho descubierto. El director británico asesta en su nueva película otra patada en mal sitio a la sacrosanta ideología de la institución familiar estadounidense. Sin tanto desgarro y amargura como la que destiló en Leaving Las Vegas, Mike Figgis vuelve a insistir en la condición inevitablemente clandestina y subversiva del amor en una sociedad ensuciada por la limpieza del puritanismo y de la moral del gueto.

Con suavidad y dulzura, sin mover a sus personajes en una situación límite tan extremada como la que bordaban en la anterior película Nicholas Cage y Elizabeth Shue, One night stand es más de lo mismo. La alemana Nastassja Kinski -más bella que nunca- y el afroamericano -más actor que nunca- Wesley Snipes trenzan con elegancia y verdad, en las calles de una Nueva York invivible, los hilos de una auténtica pasión, pero no estridente, sino entonada a media voz, casi susurrada, pero no menos comprometida y en carne viva que aquella del alcohólico y la puta, ambos a la deriva, de Leaving Las Vegas.

Ahora mueve Figgis no a dos habitantes de las cloacas de América, sino a dos pobladores de sus moquetas de alcurnia: una mujer lumbrera de un laboratorio de alta informática militar y un hombre lumbrera de un estudio de creación publicitaria. Dos aristócratas del modelo de vida estadounidense, ambos casados, que, tras encontrarse y -en una escena memorable- amarse, se convierten en focos naturales de subversión contra la impostura de que son modelos en sus vidas legales.

Obviamente, acaban eligiendo la huida a la clandestinidad, y sólo las innecesarias vueltas y revueltas que Mike Figgis les hace dar al final de su segundo y definitivo encuentro fallan en esta en lo demás bien medida película, que podría haber sido bastante mejor si su escritor, director y también músico -¡qué hermosísima banda sonora nos regala!- les hubiese dejado libres y sueltos para encarrilarse antes por donde era completamente evidente que lo harían.

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