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Tribuna
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Soros y Vargas

Con su altura de siempre, EL PAÍS publica interesantes contribuciones a la controversia sobre los fundamentos de la sociedad abierta. Rivera contesta a Klappenbach. Vargas Llosa se enzarza con Soros. Detrás de las bambalinas aúlla un coro de anticapitalistas menores.George Soros se hizo hermosamente rico, al mismo tiempo que rindió utilísimo servicio a la comunidad, como guiado por una mano invisible, cuando consiguió en septiembre de 1992 sacar la libra esterlina del Sistema Monetario Europeo. Pudo mostrar así, sin que ello fuera parte de su intención, los peligros de fijar el tipo de cambio de una moneda, ausentes las previas condiciones de equilibrio financiero. Los famosos "criterios de Maastricht" para la aceptación de una moneda en el euro son la consecuencia directa de la lección propinada entonces por Soros a los Gobiernos europeos. Es paradójico que Soros se declare ahora contrario al laissez faire porque mina los valores de los que dependen las sociedades abiertas y democráticas. Por ello Vargas Llosa le tilda en su crítica [publicada el 26/1/97] de "diablo predicador".

Dejaré de lado el trabajo de Soros en el Atlantic Monthly, porque lanza alguna de las flechas siempre presentes en el carcaj de los críticos del mercado: que la defensa de una plena libertad de mercado se basa en el supuesto de la competencia perfecta y que viene destruida por la influencia de las expectativas en los precios, cuando para funcionar bien le basta al mercado una competencia suficiente, y además le conviene que se formen libremente tales expectativas (con la creación de futuros y opciones, por ejemplo, que le permitieron romper el contraproducente cartel del SME, un sistema de intervención monetaria muy apartado del libre mercado).

Prefiero centrarme en la respuesta de Soros a Vargas Llosa en EL PAÍS [5/2/76], titulada "Una peligrosa falacia". Para el trucidador de SME, Vargas no ha entendido su razonamiento. Ataca Soros el laissez faire porque es una ideología "arraigada en la misma visión anticuada del marxismo... una explicación determinista de los asuntos humanos". "Es hora de admitir", añade, "que funcionamos con un entendimiento imperfecto y que todas nuestras obras intelectuales y sociales tienen fallos en mayor o menor grado. Esto es aplicable tanto al capitalismo como al socialismo."

El argumento de Soros es muy poderoso, especialmente porque lo ha aprendido de Karl Popper, que tanto Vargas como yo consideramos sabio maestro y útil guía. Es cierto que todo sistema de organización social puede caer en absurdos y contradicciones. El economista Arrow recibió el premio Nobel de Economía precisamente por haber demostrado que el criterio de decisión social aparentemente más inocuo resulta contradictorio si se quiere aplicar universalmente. El error de Soros es el de creer que la posibilidad de contradicciones lógicas en todas las ideologías las coloca todas en el mismo nivel. Es cierto que hay actividades a las que no es aplicable la organización mercantil. Por ejemplo, Maquiavelo hizo notar las limitaciones de un ejército mercenario, o profesional como hoy se le llama, cuando la República estuviera en un peligro de vida o muerte: sólo los ciudadanos están dispuestos a hacer los sacrificios necesarios para salvar situaciones extremas. Por ejemplo, es más que dudoso que toda la operación de la justicia pueda encomendarse al arbitraje privado. Pero ello no empece para que la historia, la experiencia, la observación nos indiquen que las dificultades de una organización socialista, especialmente si es del género planificador, son mucho mayores que las de un sistema de laissez faire.

El agnosticismo de Soros recoge los ecos de los sociólogos herméticos de mollera como mi amigo Pepín Vidal que, en materia de intervención pública, quieren juzgar cada caso según sus circunstancias. Por suerte, hemos acumulado algunos conocimientos sistemáticos. Hablando en abstracto, ninguna razón a prior¡ permite negar la utilidad de la empresa pública para alcanzar fines sociales; pero la observación científica indica que cuantas menos sociedades estatales, mejor. En el empíreo de los principios, cabe conceder al Estado la posibilidad de intervenir administrativamente por razones de utilidad pública; pero la experiencia histórica sugiere que quizá sea peligroso que la Autoridad decida qué manifestaciones artísticas o deportivas deben televisarse codificadas o en modo abierto.

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