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TRAVESÍAS>ANTONIO MUÑOZ MOLINA MONTEVIDEO

Antonio Muñoz Molina

Iba la otra mañana por una calle de Madrid, una de esas calles laterales, de arboleda y silencio, del barrio de Salamanca, encontré al paso una galería de arte y me vi entonces en otra calle de otra ciudad, en Montevideo, donde estuve por última vez hace un año justo. La galería es Juan Gris'. Montevideo estaba en un cuadro pequeño de Jesús Ibáñez, un óleo de sesenta por ochenta centímetros, para ser exactos, en el que se ve no una panorámica de la ciudad, sino tan sólo una casa, un árbol, seguramente un plátano, al que aún le quedan en las ramas algunas hojas secas, un trozo de acera, una mancha de cielo azul sobre el tejado plano de la casa, detrás de las ramas casi peladas del árbol. De otros árboles cercanos se ve la sombra sobre la fachada de la casa.Todo es exacto de pronto, pero de una exactitud no literal más fiel de la que podría dar una foto. Yo no sé qué puede ver en el cuadro quien no haya estado en Montevideo ' hasta qué punto le alcanzará la poesía de ese lugar perfectamente común, de la casa con la puerta y las persianas echadas y la acera por la que no pasa nadie. Pero quien ha estado en la ciudad, quien la recuerda, quien ha establecido con ella un vínculo de añoranza y afecto, reconoce en un segundo las cosas que más le gustan de ella, y siente un deseo perentorio de volver enseguida, de pasear otra vez por la avenida Dieciocho de Julio, de bajar hacia el puerto viejo o alejarse por los barrios de calles rectas y casas bajas en las que parece que nos va ganando poco a poco una calma rural, una lentitud de vida laboriosa y modesta, recóndita siempre, igual que la vida que debe existir en la casa del cuadro de Jesús Ibáñez.

. Es una casa muy simple, de planta baja y primer piso, como tantas de Montevideo, y debe de haber sido construida hacia los anos cuarenta, porque es un edificio de un racionalismo estricto, de una modernidad a la vez rigurosa y oblicua, nada enfática, porque nada en Montevideo lo es: los colores, los ángulos rectos de las ventanas y las puertas, tienen una pureza de diseño como de la Bauhaus, una sutileza de relaciones aritmética que hace pensar enseguida en Piet Mondrian. Tiende a pensarse que las mejores arquitecturas de vanguardia corresponden a grandes edificios públicos, a rascacielos de empresas o desaforadas viviendas de potentados. En Montevideo, en sus avenidas principales, hay edificios art déco que están entre la audacia de Le Corbusier y el delirio de las ilustraciones de Flash Gordon, pero a mí lo que más me gusta es esa modernidad a escala de vecindario y de barrio, como de maqueta habitable, de máquina de habitar no para los ricos ni los exquisitos, sino para la gente común, en los lugares de la vida diaria. Los edificios muy importantes son a veces como la gente muy importante, como las obras maestras demasiado abrumadoras y las ciudades erigidas por una megalomanía exhibicionista de prosperidad y poder: sinfonías y arquitecturas que amenazan con aplastarnos bajo el peso de su grandilocuencia, ciudades en las que nos vamos encogiendo hasta la miniatura y la invisibilidad como el Increíble Hombre Menguante.

Montevideo es justo lo contrario. Es una ciudad en gran parte desconocida, que no despierta asociaciones visuales en quien no la haya visitado. Tiene algo del sigiloso cosmopolitismo de Lisboa, y también ese punto de desgaste de capital antigua junto al gran estuario de un río que ya es casi el mar. Lisboa, Portugal entero, parece establecer su condición de lateralidad y sigilo por contraste con el sobresaltado griterío español: del mismo modo, Montevideo, en la otra orilla del río de la Plata, es el reverso de Buenos Aires, un costado más atlántico del mundo, una afirmación de laconismo frente al énfasis, de escala humana y diaria frente a la desmesura, de reserva- digna frente a las fastuosidades verbales de una permanente exhibición. Un poco anticuada y desastrada, a la manera de Lisboa Montevideo tiene la virtud magnética de atraer no muy pronto a su sentido del tiempo y envolvernos e él, en un ritmo lento de conversaciones y caminatas, e una dulzura amistosa de vecindad En los días nubla dos el cielo tienen una grisura europea, el color de los edificios que llevan sin pinta demasiado tiempo. Pero en la mañanas de sol el azul del cielo es de una suavidad insuperable duplicada a veces, al fondo d una calle, por el azul más fuerte y marítimo del río, y los colore apagados reviven, y ya es de ver dad como si uno llevara toda 1 vida caminando por esas calle que lo reciben tan hospitalariamente, con sus pequeñas tienda de ultramarinos y sus cafés e las esquinas, con los árboles que se deshojan en el otoño inverso de mayo y la gente educada dignamente vestida que acude tranquilamente a sus tareas merienda tras los cristales de una confitería.

En Montevideo vive, lúcida orgullosa y longeva, Idea Vilariño, que ha escrito alguna de la mejor poesía en español de est mitad de nuestro siglo. A la atmósfera de Montevideo y a la letras de los tangos le debe mucho más la literatura de Juan Carlos Onetti que a William Faulkner. Allí murió nuestra Margarita Xirgu y fue acogida con hospitalidad y respeto José Bergamín. En los años setenta en la década siniestra del oscurantismo militar, la corriente de destierro se invirtió, y quienes habían acogido a los españoles fugitivos tuvieron que huir

Europa. Montevideo se convirtió así en una ciudad añorada rechazada, reconstruida en e exilio, poblada primero de ausencias y luego de regresos. Lo que vuelven, se acuerdan de lo que han quedado lejos y de lo que murieron por no escapar tiempo. Onetti nunca quiso volver.

También esa melancolía la h pintado Jesús Ibáñez con la misma exactitud con que pinta un hoja seca a punto de ser arrancada por el viento o la sombra tenue de una rama sobre una pared: por esa acera no pasa nadie la puerta y las ventanas de la casa de Montevideo, en la que e tan fácil imaginar una vida acogedora y serena, parece que están cerradas para siempre.

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