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El Círculo de Montevídeo

Emilio Menéndez del Valle

Hace unos días informaba en estas páginas José María Sanguinetti, presidente de Uruguay, de la reciente constitución en su país del llamado Círculo de Montevideo. Personalidades diversas, tales como Jordi Pujol, Felipe González, Belisario Betancur, Manuel Marín, Michel Carridessus, Enrique Iglesias y el propio Sanguinetti, entre otros -todos ellos preocupados por el futuro de la humanidad- se han reunido con la sana y provocadora intención de pensar y ofrecer fórmulas sobre "los nuevos caminos de América Latina".El empeño es loable, culturalmente loable, porque tales iniciativas de reflexión conjunta y activa no suelen ser innatas en la latinidad. Aparte la excepción francesa -notable por sí misma hasta poder decirse de ella que constituye un hito civilizacional- son los sajones y nórdicos -y quienes de ellos son culturalmente tributarios normalmente a causa de la colonización- quienes se codean con este tipo de aventuras social-intelectuales con perseverancia y éxito destacados. Así se han consolidado en nuestra época proyectos señeros coordinados por Willy Brandt, Olof Palme, Julius Nyerere o Hasan bin Talal y han adquirido notoriedad internacional comisiones como la Independiente sobre Asuntos Humanitarios Internacionales o la de Gestión de Asuntos Públicos Mundiales. De todo ello, salvo excepciones singulares, los españoles han estado ausentes.

Al parecer y según relata Sanguinetti, uno de los temas estrella del debate "a calzón quitado" fue el de la globalización introducido por Felipe González, quien habría insistido en que no se la puede controvertir: "Si ya nos perdimos la revolución industrial, no nos podemos perder la tecnológica".

La discusión sobre este asunto comienza a ser, afortunadamente, seria. Naturalmente, no es discutible el impacto de la tecnología y de la informática en la economía internacional de hoy en día, y sería absurdo oponerse a la revolución tecnológica, aunque destruya empleo. Sí es discutible, en cambio, el ritmo, la coyuntura, la dirección y la fiscalización democrática de la misma. No hay por qué aceptar la globalización y la liberalización económicas como un dogma universal o como un fin en sí mismo. Antes bien, hay que lograr convertirlas en instrumentos democráticamente ejercidos, con garantías revisables y no absolutas, pero garantías) sociales y laborales aplicables en las sociedades del Tercer Mundo (que son las que más pierden), pero también en las sociedades económicamente desarrolladas aunque dependientes.

Thomas Friedman, hablando de la integración de los mercados, de los flujos financieros, del comercio mundial y de la informática, esto es, de la globalización, se refiere a ella, con deje irónico, como El paradigma. Otro Thomas más significativo, Thomas Kuhn, escribe que el progreso intelectual y científico consiste en la sustitución de un paradigma -que ha resultado incapaz de explicar hechos nuevos- por otro que los explica de forma más satisfactoria. Está todavía por ver si la globalización entra en esa categoría paradigmática.

Cabe deducir, empero, que los hombres (¿dónde están las mujeres, por cierto?) reunidos en el estuario del Río de la Plata serán capaces de hacer pasar por el tamiz de la racionalidad lo que muchos pretenden hacer pasar por un axioma. Convencido estoy de que así será, sabiendo que varios de los integrantes del Círculo de Montevideo son también socios promotores de la recién estrenada Fundación Comillas, otra excepción latina -está radicada en el norte de España- que pretende, al igual que Helmut, Schmidt, lograr que, al menos, la globalización vaya inseparablemente unida a una ética global.

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