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Tribuna
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¿Pero qué piensan?

Jorge Valdano

Si hay una actividad que compartamos con los animales es la del juego y si hay un sistema, el muscular. En los Juegos el músculo se exalta hasta dejarme incrédulo pero en mitad de una prueba que se decidirá por milimetros o milésimas siempre me ataca la misma pregunta: ¿qué estarán pensando? También me pasó con Induráin después de la célebre pájara de Les Arcs; seguramente pedaleaba atento a las más mínimas señales que le mandaba su cuerpo y con una interferencia gigantesca para un gran campeón- la de la duda. Hubiera sido apasionante compartir esa tormenta de ideas. Es que el cuerpo -sobre todo el propio- es un gran desconocido, porque la sala de máquinas está en la cabeza y todavía la ciencia no supo llegar hasta el fondo. José Antonio Marina (oro en amena inteligencia sobre materías arduas) dice que parece comprobado que el sentimiento de la propia eficacia influye en el rendimiento de los atletas... La energía disponible depende de la imagen que el sujeto tenga de su propia potencia". Una seguridad fanática y caprichosa que a los normales nos visita cuando quiere a los campeones siempre.

La percha para colgar miedos.

Hay atletas que tienen asociados los Juegos Olímpicos a la frustración y esa sospecha ahuyenta la serenidad y traba la coordinación. A la jamaicana, Marlene Ottey (100 y 200), reincidente en el desengaño, le llamaban la "dama de bronce", también a Sergei Bubka (pértiga) se le está atravesando el oro, a pesar de que nadie discute su superioridad en la especialidad. Es en el aire espeso del vestuario, antes de los partidos (mi cultura deportiva está totalmente futbolizada), donde se descubren esas borrascas del ánimo. Sudan las manos, el estómago se anuda para avisar que viene un peligro y hay toda una antología de supersticiones en donde cada cual apoya sus -inseguridades. Cuando se trata de entenderse con el sistema nervioso todo vale. El inglés Michael Parkinson, en una parodia titulada Entrevista de las supersticiones del ídolo futtbolístico escribió lo siguiente: "Cuando salga al caldero hirvidero de Wembley, no me habré sonado la nariz durante 10 días, llevaré dos botas del pie izquierdo, el bolso de suerte de mi mujer y la camiseta de mi abuelo. Parecerá tonto pero, es lo que va a eliminar de la Copa al Liverpool y, al Newcastle". No se alejaba mucho de la realidad. El vestuario, ese lugar misterioso en donde casi nunca pasa nada, se llena de hechiceros el día de la competición y así será mientras la incertidumbre siga acechando.

El vendedor de centimetros.

La superioridad de Sergei Bubka en pértiga era tan grande que se le acusó de comerciar con sus récords, pero yo creo que fue un adelantado. Si su superioridad le daba un margen de 10 centímetros, Bubka los iba saltando en cómodas cuotas de uno, de modo que batía 10 veces su propia marca, salía 10 veces en los diarios de todo el mundo y cobraba, supongo, también 10 veces. "Bendita sea la boca que da besos y no traga monedas", canta mi amigo Joaquín Sabina con la razón que le asiste siempre, pero si se reclama la tierra para el que la trabaja, no veo por qué el salto no. Sabemos de sobra que el espíritu olímpico se vende al mejor postor. Más allá de que al hombre hay que juzgarlo por lo que se sabe de él y no por lo que se sospecha, ¿quién tendría autoridad moral para cerrarle a Bubka el negocio de venta de saltos? Sólo el tiempo, claro, que ya empieza a descontar centímetros.

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