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No disparen al músico

Vicente Molina Foix

A Alfred Hitchcock no le gustó al principio el Theremin que tiene nombre de medicamento, pero tan sólo era el instrumento électrónico que Miklós Rózsa empleó en su música de Recuerda. El artilugio era el responsable de ese inquietante sonido quejumbroso que nos llevaba a la locura, pero el director pensó que la banda sonora tenía demasiado peso en la película. Los grandes artistas siempre tienen recelo de los grandes artistas (a Dalí, que diseñó las pesadillas de esa misma película, también quisóo meterle en cintura, y en ese caso, apoyado por el productor, consiguió cortar considerablemente la secuencia daliniana). Hitchcock aceptó al fin la música, Rózsa ganó un Oscar por su partitura, y el Theremin se convirtió en un recurso habitual de la psicosis cinematográfica.Todo esto viene a cuento de un libro que acaba de salir y de un concierto que tuve la suerte de escuchar hace pocos días. Música para la imagen (publicado por la Sociedad General de Autores de España) es una obra erudita y elegantemente escrita por José Nieto, que siendo muy bueno en su oficio, no es quizá tan famoso internacionalmente como Ryuichi Sakamoto. En el concierto, este último tocó alguna de las partituras para el cine, El último emperador, El cielo protector, Tacones lejanos, que le han hecho célebre, aunque en su celebridad puede haber influido más el glamour (actuó al lado de David Bowie en Feliz Navidad, Mr. Lawrence, de Oshima) y su pelo rubio regularmente alzado en un soplo sobre la frente, al estilo Veronica Lake. Pero a lo mejor yo me estoy aquí acelerando y a usted le suenan a chino todos estos nombres.

Rózsa, José Nieto, Sakamoto, junto a Herrmarin, Max Steiner, Nino Rota, Morricone, Duhamel, Delarue, Fenton, Badalamenti, Mariano Díaz, Alberto Iglesias o Bonezzi. Estos y muchos otros nombres de magníficos compositores aparecen en los títulos de crédito de películas memorables, aunque quizá no mucha gente en España los recuerde, ya que a veces tanto los títulos de crédito como la música más ampliamente desarrollada vienen al final, después de the end, y es sabido que en nuestro país a todo espectador de cine le espera a la salida un deber ineludible, una madre enferma, un niño hambriento, un cigarrillo en la boca, y la estampida se produce nada más resuelto el drama o reído el último chiste de la comedia.

El filósofo Adorno (ocasional compositor también, del género aplicado) escribió con Hanns Eisler, autor de muchas músicas para Brecht y algunas para el cine, un curioso panfleto sobre la Música de cine. Es un texto ocurrente y bastante fatuo, cuya idea central, de un anticapitalismo infantil y enfermizo, es que la mayoría de la música que se ha escrito para el cine no sólo ha sido parasitaria, sino esclavizadamente utilitaria: su objetivo, sobre todo, cuando servía a los intereses de Hollywood, sería hacer publicidad emocional, ruidos de un triunfo mercantil tan apabullantes como el rugido del león de la Metro.

Es cierto que el vacío de muchas películas, mal escritas y no-dirigidas se llena a menudo con 20 fanfarrias chillonas y una canción desesperada, o que hay géneros y, cines (el español, a mi juicio, peca de ello) sobremusicados. Pero qué sería, me pregunto, del todo de las obras maestras del séptimo arte sin el arte primero de su música. En el período mudo no se oía nada, ni el ruido de los labios, y pronto hubo que buscarle a tanta soledad sonora la compañía de un pianista improvisador. Desde entonces no ha habido cine que no tuviera el fondo de unas notas, redimiendo a veces una película condenada al olvido. Y no hace falta recalcar los compositores serios del siglo que han escrito para la pantalla, Honegger o Vaughan Williams, Walton o Prokófiev y en España Bernaola, Montsalvatge, Carles Santos o Luis de Pablo, autor, entre otros, de los extraordinarios arreglos de El espíritu de la colmena. Innumerables músicas anónimas o ritmos populares (como esos tambores de Calanda usados por Buñuel y Carlos Saura), magníficos artistas de menor relumbrón, felices de ponerle a la imagen filmada el sello no de una redundancia, sino de un camino complementario, nos han proporcionado a los espectadores la melodía que hace que una película siga ininterrumpida en nuestro corazón al salir de la sala. Así me atrevo yo a decir, parafraseando ligeramente a Shakespeare, que "el cine que no tiene música dentro dado es a traiciones y tretas".

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