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Reportaje:PLAZA MENOR: VÁZQUEZ DE MELLA

Herejes y malditos

Tiene el callejero madrileño su negro y peculiar sentido del humor y de la paradoja, una veta sádica que brota en la denominación de ciertas vías y plazas de mala fama que rinden inoportuno homenaje en sus placas a respetables y severos moralistas, gentes de ley y orden, hombres de honor como don José de Echegaray, que durante décadas fue inesperado patrón de daifas y proxenetas, mentor de golfos noctámbulos que desconocían su obra como hacendista o literato premiado con el Nobel, aunque estaban familiarizados con su efigie anónima en los billetes de banco.En esta plaza, de la que hoy nos ocupamos, el sambenito le cayó al prócer tradicionalista don Juan Vázquez de Mella adalid del carlismo, del catolicismo y de las buenas costumbres, al que un munícipe que no debía callejear mucho dedicó la antigua plaza de Bilbao, que más que abrirse se cierra a un costado de la calle Infantas.

Este desastre de plaza, aunque no es regalo para nadie, hubiera debido corresponderle a don Ramón Mesonero Romanos, insigne cronista de la villa que tuvo su morada en la esquina de la calle de San Bartolomé, donde hoy se levanta un moderno edificio adefesio, eso sí, con doble placa conmemorativa, una recordando la ubicación de la casa del cronista y otra rememorando la restauración de la primera a cargo del municipio cuando se construyó el citado espantajo, que no es el mayor de esta espantable plaza, aunque destaque por estar junto a un caserón de mayor porte, nobleza y antigüedad, restaurado.

El horror de los horrores, adefesius máximus, es el chato y sombrío aparcamiento que cubre el pronunciado desnivel de la plaza, un ominoso búnker rematado por una terraza, hoy clausurado por el expeditivo procedimiento de cubrir las escaleras, de acceso con informes mazacotes de cemento. La terraza tuvo su utilidad hasta hace poco como evacuatorio canino, infame jardín de infantes y cenáculo nocturno de personajes de dudosa moralidad e insalubres hábitos venéreos y estupefacientes.

El aparcamiento borra la plaza ocupándola en más de sus dos terceras partes, quedando el resto reservado a una parada de taxis y a la libre ocupación de vehículos asilvestrados que prefieren acampar al aire libre, quedando reservados a los peatones estrechos pasillos sobre las aceras, interrumpidos por señales de tráfico o cabinas telefónicas.

En la esquina de Infantas con San Bartolomé, unos jóvenes con rasgos orientales hacen tertulia alrededor de un poste con cuatro teléfonos públicos adosados que hace las veces de tótem, idolillo urbano ante el que parlamentan y beben cerveza.

La plaza de Vázquez de Mella es lugar promiscuo y multirracial, un cuarto trastero más de la Gran Vía, un pozo oscuro que ejerce una especial atracción para los que buscan las sombras para ocultar sus pecados o sus miserias. Mal sitio, enclave históricamente maldito para extranjeros y herejes, territorio tabú causa de los terribles y fatídicos sucesos que aquí se produjeron durante el reinado de don Felipe IV y que culminaron en un auto de fe, presidido por el monarca, en el que fueron quemados siete judíos portugueses que vivían de alquiler en una casa de esta plaza, casa en la que, según tan numerosos como poco fiables testimonios, practicaban puntualmente, en sesiones de martes y jueves, "la fiesta de los azotes", extravagante rito consistente en flagelar un crucifijo con "gruesos cordeles" y "varas espinosas" hasta hacerle sangrar, y no sólo sangrar, sino hablar y quejarse, si hemos de creer, cosa que nos guardaremos de hacer, en las declaraciones del principal testigo de la acusación el maestro Juan Díaz de Quiñones, quien dijo saber todo aquello por la espontánea declaración de un niño de siete años, hijo de los portugueses y alumno suyo que un día justificó sus frecuentes faltas de asistencia a la escuela "porque sus padres le obligaban a que viese la fiesta de los azotes". Entre el maestro Quiñones y el padre Barquero, licenciado y "sacerdote muy honrado", que además era propietario y casero de la vivienda profanada, les buscaron la ruina a los infieles judíos. Quizá se demoraban en el pago del alquiler o en abonar sus estipendios al educador, que optó por darles una lección definitiva. Lo cierto es que las víctimas acabaron sirviendo de diversión al pueblo de Madrid y a su soberano, gran aficionado a este tipo de festejos, que prefería, seguramente por su faceta moralizante, a las fiestas de toros que se celebraban también en el coso de la plaza Mayor.

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Pedro de Répide recoge esta versión de la historia en sus Calles de Madrid. sin hacer comentarios, ignorando la existencia de un testimonio contemporáneo a los hechos y mucho más fiable, aunque desde luego también parcial al formar parte de un texto llamado Las excelencias de los hebreos, firmado en 1635 por Isaac Cardoso; testimonio que recoge el historiador Hugh Thomas en su curioso y documentado libro Madrid. una antología para el viajero. Según Cardoso, fueron los niños cristianos de la escuela, espoleados por su maestro, los que forzaron la aberrante denuncia de sus compañeros judíos tentándoles con caramelos y golosinas hasta que respondieron afirmativamente a la pregunta de si sus padres maltrataban o azotaban en su casa una imagen de Cristo.

Al sacerdote propietario de la vivienda debieron indemnizarle de alguna forma, pues la casa de la supuesta profanación fue demolida y su terreno sembrado con sal, edificándose unos años después sobre su solar el convento capuchino del Cristo de la Paciencia, o de los Azotes, donde hoy se ubica el sórdido aparcamiento. Por éste y por muchos otros sucesos, también profanos aunque en diferente acepción, fue acumulando la plaza su fama de lugar non sancto, refugio de chirlatas y burdeles y antros.

Para hacerse perdonar tanto desenfreno conserva el lugar un veterano comercio de arte religioso con tallas de cristos vírgenes y santos que van de la miniatura al colosalismo. A su lado, en los bajos de la discoteca Long-Play, un escaparate castigado por el sol y la desidia muestra una colección de fotografías cuarteadas y resquebrajadas de famosos noctámbulos de los años setenta, como un auto de fe espontáneo en el que arden, en pavorosa efigie, algunos monstruos de la canción y del espectáculo que a la vista de sus pintas, y con el recuerdo de sus obras aún vivo, quizá mereciesen semejante castigo a juicio de un crítico inquisitorial y severo.

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