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Las reformas del Estado de bienestar

Joaquín Estefanía

El mayor éxito del comunismo se produjo, paradójicamente, en donde no mandó. Para evitar el contagio de lo acontecido en la Unión Soviética y su bloque, Europa se dotó de una serie de mejoras sociales, consensuadas entre socialdemócratas y democristianos, que recibieron el nombre de Estado de bienestar y que conforman, desde la posguerra, una parte central del alma europea. Una especie de revolución pasiva.Cuando el socialismo real se autodestruye por falta de libertad y de eficacia, hace seis años, el Estado de bienestar también se tambalea. Desaparecido el enemigo político, no es necesario el contrapeso. Se diluyen las señas de identidad de la socialdemocracia, fuerza que se ha apropiado de la bandera del welfare (bienestar); no solamente no se queda con los restos del naufragio comunista (la llamada casa común de la izquierda), sino que disminuyó su influencia en beneficio de otras ideologías más liberales o conservadoras.

Económicamente hablando, el Estado de bienestar ya había dado señales de la necesidad de su reforma al menos una década antes con la aparición de los déficit públicos. Desde los años ochenta, la participación del sector público se había detenido, o incluso había bajado levemente.

En España, esta dinámica es distinta, ya que entra en Europa con mucho retraso; cuando los españoles aspiran a ser de la CE no solamente quieren su régimen de libertades, sino sus niveles de protección social; la presión fiscal y el gasto público crecen mucho en muy poco tiempo, pero aún está varios puntos porcentuales por debajo de la media europea.

El mayor ataque al Estado de bienestar se da a partir de 1979, cuando Margaret Thatcher gana las elecciones en el Reino Unido bajo el manto de la revolución conservadora. Ello supuso la ruptura del compromiso histórico de la posguerra. Pese a su fortaleza ideológica y a su poder político, la Thatcher no logró bajar sustancialmente el peso del Estado de bienestar británico, aunque sí empeorarlo. Ello es la demostración de su inelasticidad: resulta muy difícil hacer retroceder los niveles de protección europeos sin la complicidad de la opinión pública. Cualquier encuesta demuestra el aprecio de los ciudadanos a un sistema público y universal de pensiones y sanidad, a la educación pública y gratuita y al seguro de desempleo. Éste es su Estado mínimo.

Ello explica en parte las huelgas de estos días en Francia. A lo que hay que unir el monumental enfado de los ciudadanos con el tándem Jacques Chirac-Alain Juppé, que ganó las elecciones en nombre de una política económica diferente (de la de Édouard Balladour, de derechas, como ellos), que proponía a la vez bajar los impuestos, reducir el déficit y reforzar la solidaridad.

Hoy, los impuestos han subido, se pretende reducir el gasto social para cumplir los criterios de convergencia y ha desaparecido en el discurso oficial cualquier referencia a la fractura social y a la marginación de los arrabales. El Gobierno francés se ha enredado tanto en su propia demagogia que ha despertado todas las pasiones a un tiempo, y parece incapaz de sacar adelante unas reformas imprescindibles para que el Estado de bienestar no entre en bancarrota.

La pasada semana, un centenar de intelectuales, economistas y sociólogos de la izquierda hicieron público un manifiesto apoyando estas reformas: sanear las finanzas del sistema de protección es el seguro de su supervivencia. Éste es el razonamiento.

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