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Licencia para faltar

Me está bien empleado por haberme puesto un tanto Blancanieves en mi última crónica, ilusionada como estaba por la posibilidad de codearme con Sean Connery en la entrega de premios del Gran Trofeo de Golf Cruz Roja. Compréndanme. En ciertos aspectos, el desolado producto de un cruce entre la asesora en bisutería de Carmen Sevilla y el implantador de cabellos de Carlos Menem, y es natural que alguien como yo, amante de Puccini y de Cole Porter, haya acabado por caer en la gran trampa tendida a la mujer -espero que en la Conferencia de Pekín hablarán de ello- en nuestro siglo: que el amor puede surgir en cualquier momento y lugar para redimirla a una y transportarla a las cumbres más altas, en este caso las de la Escocia natal del ex 007.Pues no. Connery, una vez más, no compareció. A pesar de que su mujer, Micheline -hay quien la llama Madame Connerie, y traduzcan ustedes-, había prometido que vendría, el hombre estaba, a la misma hora, y tan tranquilo, practicando su deporte favorito... sólo que en San Roque, a unas decenas de kilómetros. Y allí estaba yo, recién llegada, en el umbral del selecto Club de Golf Guadalmina, abanicándome para calmar los nervios, lanzando miradas flamígeras y circundantes sin descubrir al objeto de mis desvelos, cuando algo tremendo sucedió. Un hombre me abrazó por atrás, mi corazón brincó de gozo dentro de mi pecho, dónde si no, y, cataplum, no se lo van a creer: era Raúl Sender, que veranea cerca. No acabó el asunto, porque acto seguido fui amablemente estrujada por Enrique del Pozo, el autor del último éxito popular del verano, la canción titulada Marujita, para mayor inri. Me estaba poniendo como un erizo cuando llegó Bárbara Rey, con un ajustado minivestido rojo que zanjó toda posibilidad de competencia y la ilusión de que la transición ya ha terminado: resulta asombroso que se conserve igual que cuando salía en TVE en aquel programa de variedades, luciendo piernazas, y eso que entre medias ha pasado por el fabuloso mundo del circo. Pero las cosas como son: desde que Ángel Cristo se tomó las píldoras, ella está como una rosa.

Cómo me estaría poniendo también yo al borde del suicidio -dudando entre cortarme las venas o dejármelas largas y con mechas-, con el ánimo como si acabara de sufrir el asalto de la Brigada Anti-Egos, que un grupo de colegas decidieron llevarme a La Dorada, el restaurante que Félix Cabeza, marido de Juncal Rivero, tiene en un palaciego caserón a lo Gatopardo de La Quinta, también enclave golfístico de prosapia, que se caracteriza por tener un hoyo en Benahavis y los 17 restantes en Marbella (por supuesto me refiero al campo de golf, no al marido de Juncal). Entré, todavía maldiciendo a Connery por su plantón -y a Micheline, que seguro que es quien lo embarulló todo para que qreyéramos que venía-, cuando Sebastián Palomo Linares y familia ocuparon una mesa, no demasiado lejos de la que presidía el ex ministro de UCD Ignacio Bayón. Con los Linares, que celebraron el cumpleaños de un retoño, creí distinguir a una pitonisa de esas que presumen de vaticinar el futuro a los famosos, pero no me hagan mucho caso porque ya les digo que estaba alterada.

No obstante, fui capaz de apreciar lo bien que está Juncal, que parecía ir creciendo -a medida que su marido servía pescaditos: nos saludamos un momento, de mujer a mujer, ella arrodillada y yo de pie, porque si no, no había forma, y me dijo que se iba a la corrida de toros nocturna, que le encanta cómo brillan los trajes bajo la luna. La verdad es que no hay nada mejor que la noche para una buena corrida, pero me sabe mal por los toros, que ya que los hacen trasnochar podrían tener la delicadeza, al menos, de fusilarlos.

Y encima nos hemos perdido la crucifixión del francés por el pobre Aldaya, con la falta que nos está haciendo un plato fuerte. No hacen más que prohibir.

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