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48º FESTIVAL DE CANNES

Nick Nolte consigue dar vida a un Jefferson asesinado por James Ivory

Hoy entra en competición "Historias del Kronen"

ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS ENVIADO ESPECIAL De las petulantes y soporiferas dos horas y media filme Jefferson en París, sólo la media hora final salva del magnicidio que, con coartada estética, perpetra el cineasta estadounidense James Ivory contra uno de los padre de su patria. Y se salva porque el gran Nick Nolte, perdido hasta entonces el desastre del guión y en el vacío de la dirección, logra por su cuenta, en las escenas de desenlace de a película, dar vida a un auténtíco cadáver cinematográfico.

Fuera del alcance de esta crónica, y tras una sosa inexpresiva comedia política rumana titulada Los caracoles del senador, hoy se presenta en la competición de La Croisette , la película española Historias del Kronen, cuyo extraordinario éxito en España no ha pasado desapercibido aquí. La celebridad de James Ivory se ha multiplicado hasta la exageración tras el éxito mundial de Lo que queda del día. Su fama de esteta sutil y exquisito sigue creciendo y los festivales se disputan sus películas, pero lo cierto es que su proverbial refinamiento se va quedando poco a poco en lo meramente ornamental y en su innegable astucia para elegir actores, mientras que la osamenta, la zona medular de sus ficciones, se hace cada vez más endeble, superficial y amanerada.

Cuando no tienen detrás una novela formalmente solvente, sus filmes se resquebrajan, del mismo modo que sus imágenes encogen hasta la pequeñez cuando no contienen intérpretes capaces de ensancharlas por sí solos, como Anthony Hopkins, Paul Newman, Emma Thompson o James Fox. Sin estos rostros Ivory sería hoy muchísimo menos de lo que aparenta. En rigor, se limita a ser un experto catalizador de talentos ajenos, estafa frecuente en los tinglados del cine, y más si es de alto presupuesto.

En Jefferson en París no hay novela que exprimir y la ficción se le convierte a Ivory en un puro fingimiento. Cuenta, de manera minuciosa y . parece que bien documentada, los años que Thomas Jefferson -tercer presidente de los Estados Unidos y uno de los ideólogos fundamentales de su Constitución-, vivió como embajador de su país en el París prerrevolucionario, entre 1784 y 1789. Pero la forma en que Ivory relata y organiza en la pantalla las imágenes de esta aventura histórica, es algo que entra en. la más exigente antología del desastre.

Nada a que agarrarse

El guión no es malo, sino pésimo. Y la interrelación de actores -ya que el reparto es muy irregular- no es mala, sino peor: inexistente. El talento de Nick Nolte no tiene nada a que agarrarse y el sólido y sobrio actor se ahoga, emparedado entre el desconcierto de la guionista Ruth Prawer y la incapacidad de Ivory para llenar las oquedades de la escritura con la oquedad de su propia mirada.

Nolte parece darse cuenta en las escenas finales del humillante pantano donde Ivory le ha tenido sumergido de forma -con palabras suaves- estúpida e irritante. Y en la pantalla ocurre entonces -por supuesto, cuando ya nada tiene remedio- un giro sorprendente. El enérgico actor cambia por completo e inesperadamente de registro e interpreta -con toda evidencia, pues hace lo contrario de lo que llevaba haciendo durante dos horas- a su manera estas escenas, en uno de esos raros, singulares y bellos momentos de desquite y de rebelión de un rostro contra la falta de criterios del encargado de orientar, dosificar y dirigir sus palabras, sus tonos, sus miradas y sus gestos. Entonces el cadáver cinematográfico de Jefferson, asesinado por la mortal mediocridad de Ivory, cobra un aliento final de vida gracias al brío de Nolte, un enrabietado cómico de raza que de pronto se desmelena, harto de sentirse amordazado por un mudo.

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