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La memoría secreta

Antonio Muñoz Molina

No hay continente ni biblioteca ni bosque más fértil que la memoria de un solo ser humano, no hay tesoro más valioso ni más frágil: la muerte de alguien es siempre una catástrofe tan irreparable para el conocimiento como el incendio de la biblioteca de Alejandría. La memoria humana, la malla de neuronas y de materia cerebral que la sustentan, se parecen en su precariedad al celuloide de las películas antiguas, que puede arder y deshacerse en segundos, y al papel de los periódicos y de los libros de ahora, que durará incluso menos que nuestras propias vidas: las bibliotecas y las hemerotecas son, a la larga, depósitos formidables de polvo, almacenes de arena en los que no quedará ni una huella de las palabras que tanto nos importaron.Algunas veces, al mirar a alguien, al estrechar su mano, pienso en las cosas remotas que esos ojos habrán visto, en las manos de muertos que habrán apretado. En noviembre de 1990 yo pude conversar con Dizzy Gillespie, que era un anciano saludable y enérgico, jovial cuando estaba en público, reservado y como extraviado cuando se que daba solo, como si no estuviera seguro de la ciudad ni del continente a los que pertenecía el camerino del teatro donde iba a tocar. Habíamos charlado mucho durante el almuerzo, y me había citado antes del concierto para seguir conversando, pero cuan do unas horas más tarde empujé la puerta del camerino y lo vi sentado de espaldas al espejo, con las piernas muy separadas, absorto, vestido con aquel traje de dignatario nigeriano que se ponía para actuar, me di cuenta enseguida de que no se acordaba de mí, y probablemente tampoco del nombre de la ciudad donde estaba: me había dicho por la manana que daba al año unos trescientos conciertos a lo largo del mundo, y me había preguntado si Granada tenía mar.

Con una sonrisa educada y amnésica me estrechó la mano y me dio las gracias por el libro que yo le había llevado, sin acordarse de que aquella misma mañana me había hecho prometerle que se lo regalaría. Un poco después, al salir del camerino, me volví para mirarlo, y me quedé unos segundos en la puerta sin que él lo notara: permanecía sentado con su gorro cilíndrico y su faldón de ceremonia africana, los grandes mofletes flojos como odres, las manos sobre las rodillas, de un color de cuero muy usado, sentado en un taburete más bien ignominioso, en un camerino vacío y con las paredes manchadas de humedad, uno de esos camerinos que son el escenario usual de las vidas nómadas de los actores y los músicos. Por la mañana me había dicho, rubricando su afirmación con una grandiosa carcajada, que la se gunda cosa que se perdía con la edad era la memoria, pero sólo cuando aquella tarde me volví para mirarlo desde el umbral del camerino me di cuenta de que se encontraba tan extraviado en la geografía del mundo como en la de sus recuerdos, y me marché pensando en todas las cosas que se perderían cuando él faltase, las imágenes de su infancia humíilada y segregada en Carolina del Norte, la expresión de la cara de Charlie Parker cuando lo despertaba a las tres o a las cuatro de la madrugada para tocarle en el rellano de su apartamento, con gran escándalo de los vecinos, una improvisación que acababa de inventar, el modo en que Duke Ellington sostenía un cigarrillo, la risa joven de Ella Fitzgerald, los húmedos ojos alcohólicos de Billie Holiday...

La voz que hablaba conmigo había sido escuchada muchos años atrás por esas personas: los ojos que me miraban los habían mirado antes a ellos. Entre los vivos y los muertos se dilataba una fraternidad de la memoria que acogía igual de generosamente a los unos y a los otros.

A esas personas que han vivido tantas cosas memorables las observa y las escucha uno queriendo aprender un secreto de la experiencia o del tiempo que sin' embargo nos parece que ellas guardan siempre para sí. En un restaurante, el otro día, yo estaba sentado cerca de Manuel Azcárate, y lo escuchaba referirse al libro de memorias que acaba de publicar, Derrotas y esperanzas, que es una lección de claridad y melancolía sobre los infortunios ,de la historia de este siglo, particularmente de la historia española, la más, triste de todas las historias según Jaime Gil de Biedma. Yo miraba a ese hombre, que aunque hable de sí mismo habla en voz baja y como en segundo término y mueve mientras tanto las manos rozando mucho las cosas que tiene cerca, con incertidumbre o nerviosismo, e imaginaba la posibilidad ilusoria de ver lo que él ha visto, de sentir lo que sintió, no sólo de enterarme de lo que cuenta o de entender las cosas que explica: cómo era una noche de frío y miedo durante la batalla de Teruel, cuáles eran las tonalidades de la luz cuando uno llegaba por primera vez al Moscú de los años cincuenta, en qué medida sobrevive en uno mismo la sensación exaltadora de haber sido muy joven en el Madrid de la República.

Hubiera querido preguntarle cómo era el metal exacto de la voz de don Juan Negrín y qué rastros de fatiga o desolación había en su cara en los minutos finales de la derrota, cuando lo invitó a él, que tenía poco más de veinte años, a subir al avión que los llevaría al exilio. Pero no podemos saber esas cosas, aunque nos las cuente con los detalles más precisos quien las ha vivido, y tal vez por eso inventamos o leemos novelas, para concedernos la ilusión de habitar con plenitud en otras conciencias ajenas a la nuestra. De nada se aprende más que de los recuerdos de otros, pero la verdadera memoria es un secreto inviolable.

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