Mr. Roberts
Hace unos días, en la barra de un bar, cacé una conversación entre dos aficionados al cine que consiguió preocuparme. Hablaban de Julia Roberts y en un momento dado uno de ellos le dedicó un comentario indignante al pobre Lyle Lovett. "El marido de Julia Roberts", dijo, "un tipo feísimo que hace papeles secundarios en las películas de Robert Altman". Como ferviente admirador del señor Lovett, cuya carrera musical sigo, prácticamente en solitario, desde hace años, el comentario me pareció siniestro. Algo así como despachar a Bryan Ferry diciendo que fue novio de la actual esposa de Mick Jagger, Jerry Hall. De ahí este artículo, consagrado a la (ímproba) tarea de demostrar que Lyle Lovett es bastante más que el marido de una estrella de Hollywood.Aunque en España nadie compre sus discos y en Estados Unidos todo el mundo prefiera escuchar a ese zampabollos de Garth Brooks, lo cierto es que el señor Lovett lleva años intentando dignificar la música country. Por supuesto, en Nasliville, capital mundial de la carcamalancia musical (como sabrá todo aquel que haya visto The thing called love, de Peter Bogdanovich), no se le aprecia demasiado. Pero es que en esa sede del horror contemporáneo te pueden excomulgar fácilmente por el modo en que te peinas (Lovett), por ser demasiado rockero (Dwight Yoakam) o por ser lesbiana (K. D. Lang). Ahí lo que les priva es gente como el temible Garth Brooks o el no menos temible Billy Ray Cyrus. Si te gusta el country pero tienes sentido del humor y no vas siempre vestido como Roy Rogers te acaban poniendo a caldo.
Y así está el panorama actual del género. Un género repugnante si uno sólo conoce a elementos como Brooks o Cyrus, pero adorable si uno recuerda con agrado a muertos tan gloriosos como Hank Willianis o Patsy Cline. Un género dotado del encanto de lo primario, sentimental hasta la náusea pero ideal para encajar innumerables vueltas de tuerca. Lamentablemente, la cosa está en manos de fundamentalistas que miran muy mala los humoristas, a los rockeros y a las bolleras. Con lo que Lyle Lovett publica un disco cada tres años, Dwight Yoakain acaba de telonero de Texas y hace de camionero en una película de John Dahl (Red rock west) y K. D. Lang acepta papeles de esquimal lesbiana en filmes de Percy AdIon y se decanta por las torch songs y las bandas sonoras para Gus Van Sant (Even cowgirls get the blues). Mientras tanto, ese tragaldabas previsible y aburrido que atiende por Garth Brooks llena estadios deportivos. Y los aficionados al cine, en las barras de los bares, llegan a la conclusión de que el bueno de Lyle es un mastuerzo que, entre polvo y polvo con Julia Roberts, hace de policía melancólico o de pastelero rencoroso en películas como The player o Short cuts.
No, señores, no. Lyle Lovett es un excelente autor de canciones con un buen puñado de álbumes a la espalda. Como se resiste a vestirse de palurdo, Nashville le castiga. Y como se ha casado con Julia Roberts, muchos le consideran un gorrón. Esa imagen (errónea) desaparece al escuchar cualquiera de sus discos, plagados de hermosas canciones. Háganse con Lyle Lovett and his large band. O con Joshua judges Ruth. O con el recién publicado I love everybody. Verán que no hay género menor cuando se le aplica el talento necesario y que incluso una canción tan reaccionaria como Stand by your man, de Tammy Wynette, puede convertirse en un sentido canto al amor cuando cae en manos de alguien como Lyle Lovett (cuya versión, por cierto, sonaba al final de Juego de lágrimas, de Neil Jordan). Alguien plenamente consciente, por otra parte, de que los amores imposibles no llevan a ninguna parte, como sabrá cualquiera que haya oído su estupenda I married her just because she looks like you, la historia de un tipo que se casa con una mujer que es igual a la que ama pero tiene mucho mejor carácter.
Himnos
Justo lo que no se puede escribir si uno quiere que le acepten en Nashville. Para eso hay que componer himnos a la familia americana o historias autoindulgentes protagonizadas por tipos que sufren pegados a la botella porque la mujer de su vida les ha abandonado.
Pintan bastos en el mundillo de la música country. El sector renovador es tratado a patadas y triunfan los fundamentalistas. Por si faltaba alguien para acabar de jorobarlo todo, Julio Iglesias se descuelga con una versión de Crazy, la canción de Willie Nelson que inmortalizó Patsy Cline, absolutamente vomitiva. Y en las barras de los bares, los enterados confunden a un brillante compositor y cantante con un marido gorrón... ¡Qué paciencia hay que tener!
Babelia
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