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Tribuna
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Delitos, penas y prisiones abiertas

La reciente excarcelación de los señores Amedo y Domínguez, condenados a 108 años y 8 meses cada uno como inductores de seis asesinatos frustrados a manos de los GAL, y la casi simultánea de los señores Salomó y Alabart, condenados a 38 y 40 años, respectivamente, por su responsabilidad en el envenenamiento de varios miles de personas por aceite de colza, han motivado que muchos ciudadanos nos formulemos, junto a cuestiones particulares sobre los casos citados, algunas preguntas sobre el papel que está jugando el sistema penal y penitenciario español con tamañas reducciones de la estancia en prisión. Como además estamos ante una posible reforma del Código Penal, puede que estas preguntas y reflexiones tengan un interés adicional.La reflexión sobre los casos de los señores Amedo, Domínguez, Salomó y Alabart -aquí considerados sólo con fines ilustrativos-, o sobre las excarcelaciones de terroristas, tiene interés porque no parecen ser excepciones, sino reflejar- el modus operandi habitual. Aunque no sepamos cuál es la distribución de la población reclusa con arreglo a los tiempos de condena pendiente y cumplida -algo conocido, pero no publicado por las autoridades penitenciarias-, en la medida que los casos que sirven de pretexto a este artículo sean, como sostienen las autoridades de Justicia e Interior, un caso más, y no una excepción, lo que se dice aquí será expresión de, y relevante para, lo que está pasando con carácter general en el sistema penal y penitenciario español. De paso, la falta de información que sufre este país en esta materia casi clama al cielo.

Según datos dé la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, en el primer semestre de 1994 se ha concedido el tercer grado penitenciario a 4.589 condenados. Dicho grado supone habitualmente que el condenado que haya cumplido (sumados los beneficios de reducción de condena) una cuarta parte de su pena, tenga un trabajo o planee estudiar y firme una carta de arrepentimiento puede pasar a disfrutar de un régimen de semilibertad. Tal régimen se limita a obligar a los condenados a dormir en la cárcel cuatro noches por semana -lo que, al parecer, puede consistir en pasar un par de horas en prisión-, y concede 48 días de permiso fraccionables en periodos máximos de 7 días, además de los extraordinarios que autorice el juez de vigilancia penitenciaria.

Los beneficios penitenciarios de reducción de condena están asociados a la buena conducta, a la realización de trabajos en la cárcel -redención de penas por el trabajo en manufactura de relojes de madera y otras manualidades-, asistencia a cursos y otros conceptos, pero no necesariamente a la colaboración on la Administración de Justicia, revelando información sobre responsabilidades criminales, ayudando a recuperar lo robado o compensando a las víctimas o a la sociedad por el daño infligido.

En cualquier caso, tales beneficios hacen que cada año de estancia en prisión valga por dos. Así, los señores Amedo y Domínguez, con pasar en prisión años y 13 días, cumplieron casi el doble: 11 años, 11 meses y 10 días. Además, no im porta que la con dena haya sido de 100 o más años. Ésta, cumplida como acabamos de indicar, se pone en relación no con la pena efectivamente impuesta, sino con la máxima de 30 años. De esta forma, los citados señores, que no permanecieron en prisión siquiera durante el 6% de su condena de 108 años, han conseguido un cumplimiento equivalente a 12 años, plazo que, aunque representa sólo el 11 % de su condena real, se transforma con este sistema de cálculo en un cumplimiento del 40% de la condena. Con ello, la puerta principal de la prisión -haber cumplido el 25% de la condena- se ha abierto.

Este sistema de reducción de condena y acceso a la llamada semilibertad del tercer grado hace, pues, que la estancia en prisión represente, a menudo, una parte mínima del periodo fijado en la sentencia y da lugar a que el cumplimiento efectivo de las penas se vea muy reducido. Con ello, la función preventiva de las sanciones penales, de por sí maltrecha por los problemas previos de detección y enjuiciamiento de los delitos, termina hecha añicos y la sociedad padece una criminalidad desproporcionada.

Obsérvese, por otro lado, que, frente a lo que parece a primera vista, la pena máxima real en el vigente sistema penal español no es la prisión durante 30 años. Por muy grave que sean su delito y su condena, cualquier preso puede estar en la calle tras haber pasado en prisión apenas cuatro años, y sin necesidad de indulto alguno. Más aún, este plazo en prisión puede ser igual tanto si la condena es de 30, 50, 100 o más años. De hecho, con una condena de 108 años (Amedo y Domínguez), o de 38 y 40 años (Salomó y Alabart), el periodo pasado en prisión ha sido prácticamente el mismo en ambos casos: 6 años y cinco y medio, respectivamente. Con esta falta de disuasión marginal se está incentivando la comisión de más delitos o de mayor gravedad; da prácticamente igual, en cuanto a estancia en prisión se refiere que un sujeto cometa tres, seis o diez asesinatos. Un sistema jurídico que, por ejemplo, no establezca diferencia en el castigo a quienes sí matan a los testigos de un asesinato y quienes no lo hacen, no está desanimando, de hecho, y aunque sea involuntariamente, la producción de más muertes.

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Hay pocas dudas sobre el hecho de que la sociedad española padece un problema serio de criminalidad. Tanto los informes policiales y judiciales como los datos sobre victimización apuntan en ese sentido, y no es extraño, por ello, que hayamos duplicado la población penitenciaria en apenas 10 años. Las encuestas sobre percepciones ciudadanas reflejan, por su parte, que este tipo de problemas está entre aquellos que más preocupan. Y aunque, obviamente, las causas de la criminalidad existente son varias, el diseño erróneo de la política criminal o el inadecuado funcionamiento de las instituciones encargadas de la disuasión -policiales, fiscales, judiciales y penitenciarias- dan lugar a una relativa impunidad, y ésta representa uno de los factores explicativos más importantes de la criminalidad existente.

Precisamente, gran parte del problema de un erróneo esquema de beneficios penitenciarios estriba en que agrava la impunidad resultante de las fases anteriores a la condena. Téngase en cuenta que de todos los delitos cometidos sólo la mitad son esclarecidos por la policía, que menos de las dos terceras partes de los autores de estos delitos esclarecidos son ulteriormente procesados, que los condenados no representan siquiera el 60% de los procesados y que una fracción importante de los condenados a privación de libertad ni siquiera ingresan en prisión. A todo esto hemos de añadir, ahora, que aquellos que sí ingresan sólo permanecen en ella una pequeña parte del plazo fijado en la sentencia. No es difícil comprender el escaso efecto desalentador de la criminalidad que transmite semejante escenario, y cómo, por las mismas razones, las mejoras que puedan alcanzarse en cualquiera de esos eslabones, el del cumplimiento efectivo de las condenas, entre otros, contribuirán seguramente a paliar tan grave impunidad y, con ello, a desanimar una parte nada desdeñable de la delincuencia potencial.

' Es lógico que existan algunos beneficios penitenciarios que estén asociados a la buena conducta del preso y se orienten a facilitar su reinserción -aunque sus efectos serían' mejores si se vincularan a su colaboración con la justicia o a la compensación a las víctimas y a la sociedad- Ahora bien, salvo que se piense que habrá los mismos delitos tanto si hay castigo como si no -¿para qué entonces imponer penas?-, no es congruente que las condenas efectivas resulten ser tan reducidas que no sean sombra de la sentencia: como ejemplo, una estancia en prisión durante menos del 6% de los plazos fijados por el tribunal a unos inductores de seis asesinatos frustrados. En el mejor de los casos, léase, suponiendo que es acertada la impresión de las autoridades penitenciarias -o, en su caso, las judiciales- sobre la probabilidad de reincidencia del delincuente, este tipo de reducciones de condena sacrifica gravemente la función preventiva, la disuasión, que es una función central de las penas.

Por erróneo y grave que uno pueda considerar las decisiones ya tomadas, como las utilizadas como pretexto en este artículo, lo que me parece más preocupante es el tipo de incentivos que todo este sistema está creando hacia el futuro inmediato y mediato. Con estas medidas y este sistema se está enviando a la sociedad y a los potenciales delincuentes señales que indican que la comisión de delitos apenas deparará perjuicios a sus autores, incluso en el improbable supuesto de que sean detenidos, condenados y presos. Las consecuencias que de eso se derivan son graves y afectan a todos los órdenes: al valor de la vida, al disfrute o sufrimiento social o a las decisiones de inversión y empleo, por citar sólo algunos.

¿Estamos proponiendo una mayor criminalización de la sociedad española? No. En otros momentos y lugares he argumentado, con algunos otros, por qué resulta poco sensata la obsesión penalizadora española, que se traduce en intentar disuadir la comisión de actos ilícitos amenazando con el envío a prisión a quienes los cometan. Este procedimiento es, en muchos casos, ineficaz (no consigue sus objetivos) y resulta enormemente costoso tanto en el proceso como en el cumplimiento de la condena. Y al hablar de costes no me limito a los monetarios, por más que el coste anual de mantener a los condenados en prisión ascienda a decenas de miles de millones; junto a ello, demasiadas enfermedades, demasiados hábitos, demasiados adiestramientos ¡lícitos se propagan en las cárceles, y todo esto representa otros tantos costes sociales.

Por eso, creo que en ocasiones es preferible la despenalización de algunas conductas, la sustitución de la prisión por el pago de multas o por otras formas de sanción, el reforzamiento de las medidas administrativas e incluso civiles y, en todo caso, el otorgamiento a las víctimas de un papel más destacado en todo este proceso. Así que, con carácter general, no veo que hagan falta más delitos (nuevos tipos) ni más penas, sino una mayor efectividad en la imposición y cumplimiento de aquellas que se impongan en los restringidos supuestos en que proceden, evitando esta especie de sí pero no penal y penitenciario que padecemos actualmente.

Santos Pastor es catedrático de Economía en la Universidad Carlos III, de Madrid, y director del Instituto de Derecho y Economía.

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