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Los espejismos del poder

Emilio Lamo de Espinosa

Decía Andy Warhol que en la actual sociedad de la información todos los ciudadanos tendrían la posibilidad de ser famosos al menos 15 minutos, democratizando así el acceso al Olimpo de los héroes , sabios o reyes. Quizá sería mejor que todos los ciudadanos tuvieran la oportunidad de sentarse al menos 15 minutos en alguno de los muchos puestos de poder y responsabilidad que existen, siquiera sea para comprobar los estrechos límites en que se mueve la capacidad de decisión del mal llamado poder.El espejismo del poder, como algo duro y fuerte, situado allí arriba y con capacidad de controlar y afectar casi todo en nuestras vidas, se mantiene y conserva aún a pesar de conocer la creciente interrelación de todos los asuntos humanos, el peso del poder económico transnacional, del poder político internacional o del poder militar de las grandes potencias. Y mientras la soberanía estatal se diluye hacia arriba y hacia abajo, atrapada en su propia lógica de democratización interna y de internacionalización, los ciudadanos continúan esperando y recelando de él, al tiempo atemorizados y reverentes, obsequiosos y recelosos, ambivalentes ante el tabú de su fuerza. Ello reforzado en España por la tradición centralista (y, sobre todo, franquista), que dio origen a una cultura política en la que la reacción espontánea de cualquier ciudadano ante cualquier problema no es "qué puedo hacer", sino "que venga la autoridad y lo arregle". Y ya se sabe que la autoridad, la de verdad, reside siempre en Madrid.

Siempre he pensado que las personas actúan racionalmente a partir de los datos e informaciones de que disponen de modo que las conductas irracionales derivan de una incorrecta definición de la situación o el problema. Pero creo también que ese espejismo del poder deriva desde luego del modo de presentarse y aparecer ese poder. Cualquiera que se aproxime al Estado moderno -y es típico de éste que todos estamos próximos a él- se maravilla de su infinita presencia y ubicuidad. Nada más ilustrativo que la lectura ingenua del Boletín Oficial del Estado de cualquier país. Desde el tamaño de las ostras o las cañerías a la forma de los paquetes postales, todo aparece reflejado como en un inmenso espejo de la naturaleza normativo. Ahí se nos dice cómo debe ser todo. Se regula minuciosamente hasta el modo de regular, de modo que hasta para obviar la burocracia se refuerza la burocracia. Todos, más o menos, sabernos que ello es inevitable y forma parte de nuestro destino histórico, como lo eran las pestes en la Edad Media o las hambrunas en Oriente, algo pues que puede cambiarse, pero no fácilmente. En todo caso sabemos que el Estado (pero váyase usted a saber que es eso hoy) controla nuestras rentas a través de subvenciones, impuestos o intereses, el precio de lo que compramos o vendemos, nuestras expectativas de vida, nuestras diversiones y un casi infinito etcétera del que no podría excluir la naturaleza pues también los bosques, los montes, el agua o la fauna dependen de decisiones que se toman en comités, consejos o direcciones.

Esta infinita presencia del Estado en todos los órdenes de la vida, cotidiana o no (pues también está en las catástrofes o en las desgracias, en la enfermedad y la muerte), hace razonable creer que sí manda tanto será porque puede tanto. El ciudadano llega a confiar en la autoridad como en un padre que podrá ser iracundo o peligroso a veces pero que siempre acabará sacándonos de apuros, y así solicita de él todo tipo de ayudas, permisos, licencias, subvenciones o primas Si la gente no acude al teatro porque no le gusta, es señal de que el Estado debe subvencionar el teatro. Pero si acude al fútbol porque le gusta, es señal de que debe protegerse el fútbol. Y así pide al tiempo acceso generalizado a la universidad y un puesto de trabajo para todos los titulados superiores, más y mejores carreteras, educación o sanidad y menos impuestos, más gasto y menos administración. Esto es bien sabido.

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Pero quizá lo menos sabido es que el espejismo del poder no sólo fascina y engaña al ciudadano, sino también, y quizá más, al poderoso. De entrada, porque si los demás creen en su poder, él no podrá evitar acabar creyéndolo también, al reflejarse en la imagen que de sí le dan los demás. Pues si se me trata con tanta deferencia, será porque la merezco. Y si al hablar yo todos callan, será porque sin duda merezco ser escuchado. De ahí la imagen patética, pero usual, del político excedente que intenta inútilmente ocupar el primer lugar en una ceremonia o hacerse con el centro de la conversación olvidando que la deferencia la merecía el cargo y no su persona. Pero lo mas curioso de ese espejismo es que en el juego de imágenes, lo importante no es ya tener poder (¡la verdad es que casi nadie lo tiene!) sino parecer que se tiene, pues quien convence a los demás que tiene poder sin duda acabará teniéndolo. Y por ello es estrategia usual de todo político hacer creer a su interlocutor que la llave de tus problemas está en sus manos, que dispone de toda la información y puede solucionar, no ya ese asunto, sino casi todos en un santiamén. Pues, como una bola de nieve que cae por la montaña, nada otorga más poder que la creencia de la gente en que alguien tiene poder. Tanto que, a la postre, sospecho que ése es casi todo el poder y por eso sus rituales, exhibiciones y pompas son su parte esencial. No en vano todo poderoso sabe que necesita antecámaras, secretarias (mejor si pueden ser secretarios), coches, teléfonos celulares y toda la parafernalia. No porque, como suele creerse, así exhibe su poder, sino porque el poder es esa exhibición. Su forma es su fondo.

Y así, entre los poderosos que creen y hacen creer que lo son y los ciudadanos fascinados por esa imagen, que refuerza la primera, el espejismo se alimenta a sí mismo.

Frente a ello quizá sea oportuno señalar los estrechos márgenes en que se mueve la tarea de decisión política. Decía Marx que los humanos sólo se plantean aquellos problemas que pueden solucionar. La frase admite muchas glosas. La primera es que los verdaderos problemas son aquellos que no podemos solucionar de ningún modo, lo que es bastante verdad. La segunda es que los problemas que nos planteamos están ya, casi siempre, solucionados de antemano, lo que es todavía más cierto. El control de los electores y de los medios de comunicación, los compromisos internacionales, formales u oficiosos, los recursos presupuestarios, las expectativas firmes de todos, son parámetros de cualquier autoridad. El político no inventa los problemas. Quizá lo hacía en el pasado, pero hoy se los encuentra encima de la mesa ya calientes y precocinados. Los instrumentos de que dispone para solucionarlos están también dados y la lógica de cualquier alternativa viable está ya trazada. Por supuesto, hay ámbitos de discrecionalidad y, sobre todo, un estilo, un modo de hacer, una imagen que, ésa sí, es peculiar, singular e intransferible. Pues incluso la discrecionalidad será analizada a posteriori, de modo que, a la postre, lo único suyo, es el estilo. La forma de su poder.

Se dirá que todo ello se corresponde con la lógica democrática. Que el debate público, la transparencia informativa y un relativamente alto grado de consenso político reducen el margen de maniobra del poder. Sin duda es así. La democracia presupone y genera una difusión del poder a lo largo y ancho del cuerpo social. Que el poder se divida para que el poder controle al poder. Ese era el fundamento de la separación de poderes.

Pero la democracia se acepta para lo bueno y para lo malo. Y lo malo, si se quiere adjetivar así, es que el poder es menos poderoso y la sociedad mucho más, de modo que aquél debe ser humilde para no confundirnos con su parafernalia creando expectativas falsas que luego no podrá atender, al tiempo que la sociedad debe ser más autorresponsable. Y en definitiva, que los rituales del poder deben ser más y más aburridos para no engañarnos.

es catedrático de Sociología.

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