El embargo aprieta y ahoga
ENVIADA ESPECIAL"Sólo tenemos reservas hasta septiembre", explica desesperado el dueño de un desabastecido supermercado de Puerto Príncipe. Hasta hace unos días, el embargo internacional apretaba, pero no ahogaba. Ahora, cuando la frontera con la República Dominicana ha dejado de ser un coladero, el embargo también ahoga, sobre todo a las clases más desfavorecidas.
La amenaza de invasión por parte de Estados Unidos es la última plaga que azota a una población que ya estaba en su mayoría por debajo del umbral de la miseria y que cada día tiene más difícil ganar la batalla de la supervivencia.
"Cada vez viene menos gente a comprar. Ya no hay dinero", comenta una mujer que antes vendía fruta y que ahora intenta colocar algunos litros de gasolina de contrabando para poder dar de comer a sus siete hijos.
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Haití se consume entre un embargo cada vez más asfixiante y la amenaza de invasión
Viene de la primera páginaLos haitianos padecen desde hace 10 meses un embargo internacional impuesto por las Naciones Unidas para forzar la salida del general Raoul Cédras, que depuso mediante un golpe de Estado en 1991 al presidente Jean-Bertrand Aristide. Ni siquiera el mercado negro de combustible permite subsistir a los vendedores callejeros de gasolina. La última puerta de acceso a Haití, la terrestre con la República Dominicana, acaba de cerrarse.
Hasta ahora, los efectos del embargo se iban paliando gracias a la permeabilidad de la frontera dominicana y al acopio masivo de alimentos y combustible. Pero el tiempo pasa y las presiones estadounidenses para sellar los agujeros fronterizos van haciendo mella.
La gasolina sigue entrando de contrabando, a lomos de mulas o en barcas, pero a mucha menor escala. La consecuencia es que, si bien aún no hay escasez de productos, los precios suben cada día, y la población, cada vez más empobrecida, hace milagros para sobrevivir.
Una mujer con gruesas gafas de concha se muestra muy firme. "No va a haber invasión. Haití es un país demasiado pequeño, no tiene fuerza. No tenemos nada interesante, ni queda nada en los bancos", dice con aplomo antes de salir corriendo hacia un vehículo que se ha detenido delante de su puestecito de combustible en el bulevar de La Saline. La conversación le interesa, pero no está dispuesta a perder un cliente potencial.
Tras su marcha se hace el silencio. Ninguno de sus compañeros, vendedores todos de gasolina de contrabando en esta vía que ya se conoce como Kuwait City, está tan convencido. "La comunidad internacional nos tendría que proteger", musita Paul. "Una invasión sería demasiado dura". No puede explicar a qué comunidad internacional se refiere. Tampoco entiende qué está pasando. Paul y los demás sólo saben que tienen miedo. Están asustados por lo que pasa dentro, pero sobre todo por lo que puede venir de fuera. "¿Nos puede ayudar? ¿Entonces por qué hace tantas preguntas?".
En el último mes, el galón (unos tres litros) de gasolina ha pasado de 20 a 30 dólares haitianos (casi 1.900 pesetas). El margen de beneficio de los vendedores callejeros es escaso "Compramos a los intermediarios cinco envases al día, a 30 dólares cada uno, y de ahí conseguimos seis galones. Sacamos unos cuatro o cinco dólares limpios (unas 200 pesetas) por galón. El problema es que hay días que no vendemos nada", continúa Genol.
No hay mafias en el bulevar. Tampoco hace falta licencia. Sólo unos dólares y un embudo hecho a base de latas de aceite estadounidense. Y sentarse a esperar junto a docenas de personas. Genol, Sop, Paul y la mujer de las gafas de concha, que ya se ha reincorporado, comparten lo poco que hay. "Cuando un coche viene a por varios galones, le vendemos uno cada uno", explican. También se ayudan cuando el cliente es un militar de los que se llevan la gasolina sin pagar.
"No sé cuánto tiempo vamos a poder soportar todo esto", musita Sop. "No sé por qué lo hacen". "Venga a hablar de Aristide", tercia de nuevo la mujer de las gafas. "No queremos que vuelva. Nos está matando, es un vago". El nombre del depuesto presidente es el único que sale en la conversación. Ninguno más. Del resto, del régimen militar, no conocen nada. No opinan. "Deseamos poder comer y tener una vida tranquila".
Kuwait City
Junto a Kuwait City se extiende el mercado: una profusión de puestecillos repartidos por callejuelas inmundas. Una anciana se pelea con un distribuidor de carbón que acaba de llegar del interior del país. Otra vez ha vuelto a subir el precio. Limones, patatas, hojas sueltas de lechuga, berenjenas y cocos se entremezclan con el fango maloliente. Un cerdo disfruta con las montañas de basura y las moscas dan cuenta de los pescados raquíticos.
El arroz, que viene desde Estados Unidos, ha duplicado su precio desde abril y el kilo cuesta ahora unas 3.800 pesetas. Lo mismo ha sucedido con la harina. Y con el azúcar. Las ventas, dicen todos, van muy mal.
Un poco más arriba varios hombres se afanan por lavar y reparar sandalias de plástico usadas, que luego ponen a la venta. Y una semana más ha llegado el camión de Alex, cargado de mangos que se pudren al sol. Viene desde Hinches, en el centro del país, una vez por semana. El lamento es el mismo. "La gente ya no tiene dinero. Ya no compra. A estas horas yo no debería estar aquí".
Remedios caseros
En un cruce, en medio de la mugre de Puerto Príncipe, un hombre orondo y con un gran sombrero está sentado sobre una maleta. Le cuelgan botes con pastillas de colores. Con él un manual, The health records book, una guía rápida para la salud. Es una farmacia ambulante. Si te duele la cabeza, unas píldoras verdes. Si es la garganta, ampicilina, unas cápsulas negras y rojas. Y si tienes fiebre, cloroquina. No importa que se trate de un tratamiento contra la malaria.Es un ejemplo más de subsistencia ante el embargo, como el que se ha creado en La Saline, el centro de venta del combustible de contrabando en Puerto Príncipe. Madres, estudiantes, antiguos comerciantes o cobradores de autobús se dedican, embudo en mano, a vender. como pueden la gasolina que compran a los mayoristas. "Antes llegaban aquí cinco o seis camiones diarios. En las últimas semanas sólo vienen dos o tres", explica un antiguo comerciante de ropa que ahora se aburre ante sus bidones.
"Cada vez viene menos gente a comprar. Ya no hay dinero, y la gasolina sigue subiendo", comenta resignada una mujer que antes vendía fruta y que ahora intenta sacar adelante a siete hijos con el combustible.
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