_
_
_
_
_

Dinosaurios en Ruanda

Kigali recobra lentamente el pulso, pero el nuevo régimen gobierna sobre una población ausente

Alfonso Armada

ENVIADO ESPECIAL "Igual que los dinosaurios no supieron adaptarse al cambio climático, los africanos no nos hemos adaptado a la nueva era tecnológica, y por eso estamos condenados a extinguimos". Antoine Nyetera, pintor, escritor y alfarero no puede ocultar su pesimismo , ni sobre el futuro de Ruanda ni sobre el de África. Nyetera es tutsi y, ante el nuevo régimen de Kigali, prefiere "esperar y ver", pero cree que si los dirigentes del Frente Patriótico Ruandés (FPR) "no optan por el perdón, incluso de quienes cometieron las matanzas, el futuro de Ruanda volverá a ser el del odio y la guerra". Y lo dice un tutsi que no puede ocultar su pesadumbre y a quien los radicales hutus asesinaron a seis familiares.Kigali es una ciudad polvorienta y desmadejada, sin un centro visible, derramada sobre una montaña rusa de colinas, con larguísimas avenidas y descampados, calles asfaltadas y caminos de tierra, hoteles que intentan volver a la vida y la noche intransitable de las urbes que carecen de luz eléctrica.

El hotel Méridien era el mejor de la ciudad. Ahora sirve de cobijo a parte de la MINUAR (Misión de Asistencia de las Naciones Unidas a Ruanda). La planta baja está forrada de sacos terreros y todos los coches son blancos, con las siglas de la ONU pintadas a los costados. El recepcionista es un casco azul de Ghana que sienta su aburrimiento junto a la tablilla del menú del 31 de marzo pasado. No ha variado desde una semana antes de aquel fatídico 6 de abril, cuando el avión en que el presidente Juvenal Habyarimana regresaba a Kigali fue reventado por un misil de origen misterioso y se reavivó la guerra civil que llevó al FPR a la victoria.

Tras las matanzas que sepultaron la ciudad en un baño de sangre y los feroces combates que la dividieron en un dédalo de frentes, los impactos en algunas viviendas, las señales tiroteadas, las casamatas y trincheras dan pálida cuenta de lo ocurrido. Muchos habitantes han huido, pero Kigali revive lentamente. Hay gente por las calles, como en el barrio de Nyamirambo, presidido por una mezquita, aunque los musulmanes representan apenas el 10% de los habitantes del país, frente a un 67% de católicos y un 23% de practicantes de cultos tradicionales y animismo. Pequeños establecimientos tachonan la avenida principal: una peluquería, donde tres mujeres hacen trenzas de intrincada fantasía, franquea su puerta junto al estudio de fotografía El Porvenir. Pero el miedo existe. Hay controles en algunas calles y con frecuencia pasan furgonetas atiborradas de jóvenes milicianos armados, con fusiles de asalto. Un anciano tutsi, que acaba de recibir la visita de una sobrina llegada del norte del país, oculta, celosamente su nombre mientras relata que la represión es muy virulenta y que fuerzas del FPR están ejecutando a detenidos del antiguo Ejército ruandés.

Las matanzas de tutsis a manos de los radicales hutus se cobraron en abril y a principios de mayo cerca de 500.000 vidas. La guerra civil subsiguiente y el éxodo masivo han dejado un país semivacío: casi tres millones de ciudadanos, de los siete millones y medio que tenía Ruanda antes de la guerra, están al otro lado de las fronteras. El nuevo régimen gobierna sobre un pueblo ausente. Al reconocer la matrícula de Zaire, un viandante se acerca al taxista y le pregunta si puede llevarle de regreso a Goma. Es un hutu que llegó de exploración a Kigali y ahora quiere volver al campo de refugiados donde le espera su familia, para traerla de regreso a casa. De momento, el flujo de los que regresan es apenas un goteo. Pero hay otros que vienen de un exilio más lejano. Como Raymond Kayitana, que con 58 años, 31 de ellos en Burundi, cree que es la hora de volver. Sastre y padre de ocho hijos, dice que el antiguo régimen obligaba a tutsis y hutus a vivir en zonas separadas. Hijo de padre hutu y de madre tutsi, se siente únicamente "ruandés".

Antoine Nyetera, de 54 años, y su vecina Catherine Musonera, de 34, tutsis los dos, son mucho más pesimistas. Pasaron toda la guerra en Kigali y sufrieron amenazas de los radicales hutus (los interahamwe, "los que atacan juntos": la milicia juvenil del partido de Habyarimana) y de la guardia presidencial. Ambos defienden el olvido, evitar la venganza, porque si no "será imposible la reconciliación y la guerra volverá a llenar de sangre el país", dice Catherine, que trabajó para la Cruz Roja hasta que la organización abandonó Kigali.

"Una familia vecina de 10 miembros, los Karangwa fue exterminada; tenían un hijo en el FPR. ¿Cómo no imaginar que cuando vuelva el hijo querrá vengarse? Pero ese camino no conduce a ninguna parte", asegura Nyetera, que tiene que vencer su propia tristeza. Un hijo, un hermano, dos sobrinos y dos parientes suyos murieron a manos de los extremistas hutus. A pesar de todo, piensa que lo mejor es una amnistía, "olvidar para poder vivir". Ella detesta a los europeos, porque durante meses contemplaron impasibles cómo se cometían matanzas en Ruanda sin intervenir, y ahora, cuando la catástrofe ya es inmensa, comienzan a preocuparse y a enviar ayuda. "Es como si llegaran con el agua para apagar el fuego cuando de la casa no quedan más que ruinas humeantes. A los occidentales no les interesa el pueblo ruandés, sino el territorio".

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

El mercado de Nyarmirambo está concurrido a mediodía. Decenas de puestos a la sombra de tejadillos de hojalata. Ala izquierda se sientan los sastres, parapetados tras sus máquinas de coser Butterfly. En el centro, jóvenes vendedoras ataviadas con túnicas de colores vivos.

La tarde va despejando calles y avenidas. La noche es muy densa en Kigali, y la luz eléctrica, privilegio de unos pocos. En el restaurante Tam Tam, el único abierto, los clientes beben cerveza caliente y refrescos del tiempo a la luz de las velas. Sólo hay condumio a mediodía, y el plato es único: pinchos morunos. Pero a las siete y media la oscuridad es total, y llega la hora de cierre. Kigali duerme otra noche. Antoine Nyetera cree que "África está habitada por una raza condenada a desaparecer". Traga saliva a través de su larguísimo cuello, mueve la cabeza y suspira. "Sin ciencia ni tecnología, África será expulsada del sistema económico mundial. En realidad ya estamos fuera", concluye con amargura. La espesa noche de Kigali parece darle la razón.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_