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Tribuna
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¿Racismo? ¿que racismo?

El racismo y la xenofobia tienen tan mal nombre que ya ni es necesario fustigarlos en la prensa, dicen los más sensatos. Cuando un lector toma un periódico entre sus manos, el 90% de las veces lo hace porque está de acuerdo con su línea editorial. Nuestros lectores ya saben que no somos partidarios del racismo. ¿Para qué vamos a molestarlos entonces con diatribas? ¿Hacer campañas para convencidos?Pues sí. Porque el mal no está en la prensa sino en la calle y porque a base de insistir en el hecho de que los judíos, por ejemplo, ya no tienen problema con el resto de los mortales, se acaba aceptando que es un poco ridículo exagerar los que tuvieron en el pasado. De ahí a sospechar que nunca tuvieron dificultades y que van por la vida llorando sin motivo no hay más que un paso.

Tomemos a Europa. En Europa hay tanta discriminación como en cualquier otro lugar en el que la sociedad acomodada percibe que su modo cerrado de vida está siendo asaltado por otros grupos sociales menos favorecidos y cuyo color de piel o de cabello es distinto al, de toda la vida. Pero la discriminación y la intolerancia no se limitan a los brotes violentos de racismo que representan los "cabezas rapadas" o los partidos neo-nazis de Francia, Alemania o Austria. No. Se trata de un fenómeno social global, del que surgen los extremos más brutales como simple sublimación de una actitud bastante generalizada. En España, que es un país racista, lo sabemos bien. En Dinamarca, una sociedad pequeña y muy integrada, la afluencia de inmigrantes y refugiados es tal, que los responsables políticos y de la prensa se ven obligados a hacer grandes esfuerzos de promoción de la integración cultural y social.

La semana pasada se celebró en la sede del Consejo de Europa en Estrasburgo un seminario sobre Europa contra la intolerancia. Hubo un día dedicado al análisis socio-cultural y filosófico del fenómeno y resultó interesante. Pero más apasionantes fueron las reuniones de trabajo celebradas el segundo dia y dedicadas a buscar y enumerar los remedios a la intolerancia: el papel de la educación, las medidas urbanas para fomentar la integración democrática de todos los grupos sociales y étnicos (que el único interlocutor de las minorías no sea el policía sino el alcalde) y, finalmente, lo que puede esperarse de la acción de los medios, sobre todo de la televisión y de la prensa escrita.

Es obvio que la intolerancia es un fenómeno directamente proporcional a la incultura. Es preciso que en las aulas se enseñe tolerancia, que, por ejemplo, todos los alumnos de Europa estudien un mismo texto de historia. Y sin embargo, el axioma a la inversa no funciona: no por fomentar solamente la cultura se acaba con la intolerancia. Si el racismo crece con las dificultades económicas, debe lucharse para crear oportunidades de vida digna. Son precisos unos compromisos mucho más profundos con los que estimular la integración y la comprensión del fenómeno "del otro". Y no debe cederse a la tentación de preservar la singularidad, las costumbres, idiomas y formas de vida de grupos raciales segregados sin integrarlos para "que no pierdan su esencia". Para impedir que accedan a la riqueza de la sociedad que los rodea, vamos. Por ejemplo, los gitanos constituyen la minoría racial más importante de Europa (12 millones). ¿Hace falta decir lo que se quiere hacer con ellos?

La tarea es lenta. De ahí la vigilancia continuada de los medios de comunicación. Pero no basta. El primer periódico de Dinamarca, el Politiken de Copenhague, lanzó hace algún tiempo un programa paralelo que no sólo tiene interés por su novedad sino por la generosidad y compromiso que con él demuestra el periódico. Con el patrocinio financiero de Politiken, 25 jóvenes escolares procedentes de los colectivos de la inmigración fueron enviados a distintos colegios de Copenhague para exponer cómo se sienten, cómo viven sus familias, qué clase de sufrimientos padecen y cómo ajustan su visión a la nueva sociedad que les ha tocado vivir. Los resultados han sido espectaculares.

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