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Tribuna
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El viento de Las Ventas

Cierto que la plaza de toros madrileña es, además de por otras muchas cosas, una auténtica pesadilla para los toreros de a pie, debido a1 casi constante viento que sopla en ella, aunque afuera, en la calle, la tarde sea casi calma. Su situación, en el centro de una depresión, arremolina el aire en movimiento a su alrededor, y raro es el día que no entorpece el arte de torear, especialmente por San Isidro, en plena primavera.

Lo primero que los toreros hacen por la mañana el día que actúan en Madrid es otear a través de la ventana y comprobar si se mueven las hojas de los árboles; si no los hubiera en la calle, algo cada vez más común, desgraciadamente, investigan cualquier síntoma que lo indique: una falda levantada, papeles rodando, en el pavimento, cabellos despeinados... De ser la inspección positiva, los paseos hacia los cristales son constantes, y, si así no fuere, también, ya que es proverbial el súbito cambio atmosférico en la capital.Las preguntas al respecto a todo el que los visita son constantes y, a pesar de ser negativa la contestación, insisten cada cinco o diez minutos, sin reparo alguno. Cuando los encuestados replican contundentemente sobre el particular y alaban la espléndida mañana que se disfruta y pronostican sobre la "maravillosa tarde de toros que va a hacer", el torero, mirando por enésima vez por la ventana, explica por décima vez el peligro que encierra torear con viento.

La llegada de los miembros de su cuadrilla que participaron en el sorteo de los toros es acogida con interés y, desde luego, la primera pregunta es la consabida: "¿Hace viento?". Luego inquieren sobre el tipo de las reses que le tocaron en suerte, sus caras y peso. Entonces comparten la preocupación cólica con la táurica. Las explicaciones de sus banderilleros sobre las hechuras o los pitones del toro tal, el "más grandesito, pero mu bonito", complican su preocupación; y así, sin ver aunque mire, ni hablar a pesar de articular palabras, y sin vivir aun respirando, se encuentra ante una bandeja en la que, por lo general, aparece una diminuta tortilla francesa que al tragarla se le hace descomunal, y unas frutas que apenas mordisquea...

Sólo se olvida del viento y del toro mientras se cambia de atuendo porque considera que la suerte está echada y poco importa el viento, ni el toro, ni casi nada; únicamente interesa vestirse de luces como Dios manda... Empieza la transformación del hombre en torero, que se acentúa y culmina conforme cambia la piel natural por la de oro, privilegio de unos pocos elegidos.

Al llegar a la plaza apenas se acuerda del viento, ni casi del toro; todo se centra en el murmullo que, apagado pero en creciente, le llega a través de los portones que dan al ruedo. Comienza una especie de intercomunicación entre público y diestro... Al iniciar el paseíllo sopla, como siempre, un vientecillo fresquito. ¡No importa, hoy me voy a arrimar como un desesperado! Y parte hacia su destino.Juan Posada es matador de toros y periodista.

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