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Tribuna
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¡Viva Italia!

Tras el éxito logrado hace algún tiempo por la clase política francesa, autoamnistiándose con efectos retroactivos, el fracaso de la italiana en ese mismo empeño es instructivo. Antes de tropezar con la negativa del presidente de la República, el ministro de Justicia había propuesto sustituir las causas penales por sanciones administrativas y, en casos de singular gravedad, por un sistema donde los acusados pudieran pactar su pena con el juez.La sanción administrativa -inhabilitación de uno a tres años para seguir vendiendo tangentes o comisiones ilegales- tiene gracia viniendo de un jurista, pues al sugerir que el Ejecutivo dictamine sobre responsabilidades del Ejecutivo pasa por alto la más universal causa conocida de recusación para toda suerte de tribunales: aplicando esa receta, no hay reparo en que un padre juzgue a su hijo o un socio a su socio. Tan notable, al menos, es que no propusiera idéntico régimen para reos de hurto, estafa y atraco común, cuyos actos generan incomparablemente menos daño al patrimonio colectivo, y no implican el abuso de confianza aparejado a robos que se amparan como servicio público: ¿acaso no sería oportuno que el humilde descuidero fuese inhabilitado en su oficio por uno o dos años, o el asaltante de bancos pudiera pactar su pena con el juez?

Añadamos a ello que una norma retroactiva es algo como un cuadrado con cinco ángulos o un color sin extensión. Si quien dicta un precepto es libre para proyectar hacia atrás el momento de su entrada en vigor, bien podría sustituir los principios generales de legalidad y coherencia por otro que diga: mando lo que me dé la gana. Para entenderlo mejor, supongamos que las normas sobre uso de cascos o cinturones de seguridad fuesen retroactivas y pudieran imponerse multas a quienes apareciesen sin semejantes adminículos en fotos o filmaciones desde 1974, por ejemplo. ¿Grotesco? Quizá, pero no creamos que la retroactividad es cosa de fuera; la sociedad española vio cómo en agosto pasado su Ejecutivo elevaba el IRPF desde el mes de enero anterior, sin que ello supusiera la menor protesta del poder legislativo y el judicial.

Con todo, lo nuclear del asunto es que un 85% del censo electoral italiano se había declarado contrario al autoindulto retroactivo, y que el Gobierno en funciones no suma (como casi ningún otro de los actuales) un 15% de dicho censo, dado el porcentaje de abstención en comicios. He ahí un ejemplo, difícilmente mejorable, de lo que sigue llamándose democracia hoy en día.

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Por mucho maquillaje que le presten los medios de comunicación, el esfuerzo conocido en Italia como manos limpias es un proceso a la clase política en cuanto tal y, por lo mismo, un replanteamiento de la crisis económica. Hay cuestiones puntuales como paro, reconversión industrial y otras análogas, pero ninguna sería tan apremiante si -gracias a manejos propiciados por la propia clase política- no faltasen céntimos donde son imprescindibles y se acumularan billones donde ya sobran. Velado por distintos camelos, sumando tributos directos, indirectos y deuda pública, a cada francés, italiano, español o griego le sustraen al menos tres cuartas partes del pan ganado, aunque ni siquiera esas montañas anuales de efectivo bastan para amortizar mínimamente el hoy. Como bobos engañados por gestores listillos, como el pequeño inversor incauto que confía en la Bolsa para hacerse rico y jamás lo logra, como el palurdo tentado por el timo del toco mocho, territorios de riqueza incalculable ven minadas sus fuentes de vida y energía por una casta de profesionales permanentes en prosperidad ajena, cuyo privado gasto desborda con mucho el derroche de la más caprichosa corte imperial conocida desde Nerón.

En efecto, algunas familias de parásitos crecen tanto a expensas de su huésped que no se limitan a producirle afecciones cutáneas ni formas algo más graves de contaminación interna, sino que con una mezcla de imprevisión y avaricia celebran banquetes sufragados por aquél con trances agónicos. En lugar de erupciones cutáneas pongamos el tercio tributario clásico (un diezmo el clero, otro la nobleza de sangre y otro el rey); en lugar de contaminación interna pongamos el 50% o 60% propio de un Estado de seguridad nacional, bien adaptado a situaciones de tensión bélica; y en lugar de trances agónicos pongamos lo presente, Tangentópolis, donde el 70% u 80% de nuestro bolsillo no basta para frenar un acelerado endeudamiento a corto, medio y largo plazo.

Los profesionales del caso, que se suponen tan cualificados como altruistas, ofrecen tras largos periodos de gestión el mismo villancico de año nuevo: austeridad en ingresos, más presión fiscal, más déficit en las empresas públicas, incrementos en el precio de bienes y servicios monopolizados. ¿A cambio de qué? ¿Dejaron de estar deprimidas las zonas deprimidas? ¿Acaso no se ha arruinado todo el litoral marítimo hasta igualarse a lo más misérrimo del país? ¿Y qué hay de los grandes núcleos urbanos? ¿Va mejor el campo? ¿O la pequeña y mediana empresa? Atendiendo al pronóstico oficial, todo se arreglará en unos años si seguimos fielmente las directrices.

Pero las directrices han sido seguidas fielmente, y el resultado no es alentador. Sin ir más lejos, hace pocos días los madrileños se enteran de que cada vecino debe un millón a consorcios bancarios, sin comerlo ni beberlo, y que esa cifra crece cada segundo. A ello contesta el Ejecutivo de turno con alguna empresa faraónica, desde luego deficitaria, o con una u otra carretera; pero ¿para qué pagamos impuestos sobre vehículos, circulación y gasolinas, sino para que esos ingresos -no otros, pero sí la totalidad de esos ingresos- se apliquen a carreteras, y gracias a ello haya menos accidentes? Pero si se aplicaran realmente a tales fines, ¿no tendríamos la mejor red viaria del planeta?

Sería cómodo, aunque poco realista, interpretar lo que ahora acontece en Italia como efecto de una corrupción circunscrita a ese país. El propio jefe del Gobierno, Giuliano Amato, ha dicho que ese fenómeno "inaugura la inestabilidad política europea de los años noventa, un proceso en expansión". Toca, pues, a nuestro fuero interno decidir si dicha "inestabilidad" será la crisis de una casta particular -aquejada por formas atróficas de crecimiento- algo enmascarable con guerras locales, brotes de xenofobia, anarquía y fascismo. Mientras a los individuos les roben el fruto de su trabajo en proporciones inauditas, hipotecando a sus hijos y nietos en las huidas hacia adelante de unos pocos, nada anómalo habrá en estallidos crecientes de furia.

Terminó la guerra fría, herencia de dos carnicerías mundiales sin precedentes. Sucumbida la polaridad de aquel Bueno y aquel Malo, aprovechemos para percibir que ya no hay Estados, sino tan sólo Gobiernos, y que la socorrida seguridad de los primeros es simplemente impunidad para los segundos. El Estado es una persona jurídica, abstracta, cuyo sentido está en complementar el sano egoísmo de cualquier sociedad civil con reglas mínimas sobre justicia. El Gobierno es un grupo de personas físicas, concretas, cuyo sentido es conservar y ampliar mando sobre otros. Ciertamente, hay unos pocos lugares de la Tierra donde el aparato institucional gestiona de manera honrada las cosas comunes. Pero en esos pocos lugares rigen otras leyes -todo cargo público es electivo, irrelegible y no remunerado, la soberanía fiscal corresponde a los municipios en vez de corresponder al poder central, el lucro cesante se aplica tanto a instituciones crediticias y estatales como a simples particulares, la convocatoria de plebiscitos constituye un trámite simple para los ciudadanos en vez de prerrogativa gubernamental, es imposible endeudar a nadie sin su consentimiento expreso y previo, etcétera-, y cambiar nuestras leyes para acercarlas a aquéllas exige rescatar el derecho de su sistemática desvirtuación por rodillos partitocráticos.

En definitiva, tan vano es denigrar a dinosaurios ideológicos, empezando por Izquierda y Derecha, como urgente es diseñar estrategias eficaces contra Gobiernos anacrónicos, cuya esencia es explotar a la ciudadanía con ruinosas Tangentópolis, madres patrias para políticos profesionales de todo signo. En el preciso instante actual, esta misma noche, pocas cosas parecen más oportunas que hacerse con el mejor vino posible para, antes de la cena, alzar las copas en un brindis: ¡viva Italia!

Antonio Escohotado es titular de Sociología de la UNED.

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