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Tribuna:EL FUTURO DE EUROPA
Tribuna
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Dicen que Maastricht quiere vivir

El articulista señala que, sobre un fondo común, la unión europea está llamada a crecer asimétricamente; y sólo cabrá exigir, agrega, que los diferentes ámbitos en que se manifieste la cooperación, o se proceda a la integración, estén abiertos a los miembros que cumpliendo las reglas deseen participar.

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El propósito de sincronizar la instauración, el 1 de enero de 1993, del mercado interior, que culmina -con algún desaliño- la ejecución del Acta única Europea de 1986, y la entrada en vigor del Tratado de Unión Europea, firmado en Maastricht el pasado 7 de febrero, fue frustrado desde la fecha misma en que, por una exigua mayoría, los, ciudadanos daneses opinaron contra su ratificación por Dinamarca.Desde entonces, aunque los Gobiernos de los otros países miembros insistieran en lo contrario, tal vez para darse ánimos con un ejercicio de voluntarismo colectivo, la cuestión ya no estribaba en lograr las 12 ratificaciones exigidas por la entrada en vigor antes de la fecha deseada, sino en dar con el camino que lo permitiera lo más pronto posible dentro ya de 19,93. Y eso pasaba -Y pasa-, muy naturalmente, por una negociación tanto más patente cuanto más ha sido negada.

Negociar la entrada en vigor del tratado no significa, desde luego, necesariamente, renegociar sus términos, suprimiéndolos, modificándolos o complementándolos. Esta es sólo una de las alternativas de un proceso que permite otras, como la incorporación de un preámbulo extrauterino; de nuevos protocolos a los 17 con los que ya cuenta el tratado o. de una declaración más a las 33 que lo acompañan; de un racimo de 22 canjes de notas o de la suscripción de otros documentos bautizados de la manera más conveniente para garantizar la ambigüedad de su condición jurídica.

En este momento ya sabemos lo que Dinamarca quiere y cómo lo quiere. Su fuerza para reclamarlo se alimenta de la facultad que el tratado le reconoce, no ya de quedar al margen, sino de abortarlo con, simplemente, negarle su ratificación. El desideratum danés sería, desde luego, conducir a Maastricht al limbo para ampliar de inmediato la CE, consolidarla como zona de libre cambio y potenciar, a partir de ahí, la cooperación con el grupo nórdico de países comunitarios. Pero como Maastricht se agita como un feto en el claustro de la CE y aunque venga de nalgas son mayoría quienes dentro de su paternidad colegiada aún aspiran a alumbarlo, Dinamarca parece conformarse con no implicarse en todas las consecuencias del asunto.

Pues, aparte sus recientes escrúpulos sobre la indeterminación intrínseca del concepto de subsidiariedad, la opacidad y marginación ciudadana en la toma de decisiones y la insuficiencia de los controles parlamentarios, que ahora -extemporáneamente- se hace el ademán de debatir, ¿qué estatuto especial propone concretamente a sus socios Dinarnarca?: No participar en la última etapa de la unión económica y monetaria (UEM) -que supone una moneda y un banco central únicos-; permanecer fuera de la política común de defensa y no incorporarse a la Unión Europea Occidental (UEO); no ir más allá de las previsiones del tratado respecto del estatuto de la ciudadanía europea y no transferir a la CE en el futuro determinadas acciones en los ámbitos de Justicia e Interior que el tratado articula a través de mecanismos de cooperación intergubernamentales.

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¿Es esto todo? ¿Y para esto reclama Dinamarca de los otros Estados miembros un compromiso jurídicamente vinculante por tiempo indefinido? Uno puede sentirse sorprendido. Porque, a fin de cuentas, todo lo que Dinamarca pide para sí, ¿no lo tiene ya en la mano conforme a las disposiciones mismas del tratado? Ningún Estado miembro va a ser arrastrado a la última fase de la UEM contra su voluntad, y menos aún Dinamarca, a la que Maastricht ha garantizado ya, mediante un protocolo ad hoc, la facultad de acogerse a un régimen excepcional; la política de defensa común es un futurible que el tratado no puede por sí solo hacer realidad; Dinamarca, invitada -y, tal vez, comprometida moralmente-, no lo está legalmente a formar parte de la UEO; conceder a los ciudadanos europeos otros derechos, amén del de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales y del Parlamento Europeo en su país de residencia, requiere el voto favorable de todos los miembros y, por lo tanto, de Dinamarca.

Política de Estado

Sin embargo, a pesar de las apariencias, no es sólo de imagen la razón de presentar al electorado danés, que habrá de ser consultado de nuevo, documentos adornados de la misma fuerza formal que los que acompañaban al Tratado, de Maastricht. Partiendo del consenso de casi todos los partidos del arco parlamentario, lo que Dinamarca anuncia es una política de Estado incompatible con algunos de los objetivos esenciales de la unión europea enunciados en el título I del tratado, y lo que pretende es evitar que, una vez éste en vigor, su comportamiento obstructivo en las materias mencionadas deba arrostrar, sin ser uno de los grandes, no sólo la presión política de los demás, sino, también, la alegación de su incompatibilidad con el objeto y fin de la unión. Todo ello con independencia de que los Gobiernos que han adoptado el tratado, en uno de los alardes de la miseria legal de su compromiso, se hayan cuidado de excluir el respeto del título 1 del control del Tribunal de Justicia.

Aceptar las pretensiones danesas es consagrar esa concepción de la unión europea servida por imágenes del mundo de la automoción (las dos -¿sólo dos?- velocidades), del dibujo técnico (la geometría variable, los círculos concéntricos) o de la restauración (a la Carta). Pero ni eso es una novedad, aunque se critique desde la ortodoxia europeísta, ni hay por qué lamentarse de sacar las naturales consecuencias de los límites de la. realidad. El denominado grupo de Schengen, que comenzó con seis y hoy cuenta con nueve de los doce miembros, ¿no confirmó hace tiempo el derecho de caminar más rápido? El mismo Tratado de Maastricht, ¿no lo confirma cuando regula la UEM o la política social? Sobre un fondo común, la unión europea y más aún cuando se proceda a la ampliación- está llamada a crecer asimétricamente, y sólo cabrá exigir que los diferentes ámbitos en que se manifieste o intensifique la cooperación, o se proceda a la integración, estén abiertos a los miembros que cumpliendo las reglas deseen participar. Así es la vida.

Algunos Gobiernos se oponen a la estipulación de un acuerdo de alcance normativo, no sólo por su discrepancia sustancial con las exigencias danesas y el precedente que supondría su aceptación al negociarse la adhesión de otros Estados, sino también porque, al parecer, les aterra que fracase su tramitación parlamentaria. No es, sin embargo, inevitable concluir que un acuerdo con los contenidos solicitados por Dinamarca requiera los mismos trámites que experimentó el tratado y la dispar soldadera que lo acompaña. Esos contenidos se limitan a facilitar la satisfacción de las metas de la unión sustrayendo del proceso a un Estado cuya participación no pudo ser entendida como determinante de la autorización de la ratificación del tratado por las Cámaras legislativas. Si se autorizó lo demás, se autorizó lo menos.

En España, pues, con independencia de lo que aconseje la prudencia política, bastaría con informar de la conclusión a las Cortes en los términos previstos por el artículo 94.2 de la Constitución. Tal vez esta consideración permita evitar revisar la apuesta incondicional por las declaraciones no vinculantes a la que las gentes del negocio parecen entregadas si, manteniéndose Dinamarca en sus trece, se quiere facilitar la entrada en vigor del Tratado de Maastricht antes de que el tiempo -1996- previsto para su revisión se limite a arrastrar el cadáver de un nasciturus. Porque Matastriclit ha de viviÉ, ¿o no?

Antonio Remiro es catedrático de Derecho Internacional Público en, la UAM y director del Centro Español de Relaciones Internacionales.

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