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Tribuna
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La notaria

Cuando una actriz se deja fotografiar en la tragedia, todo parece decorado y hasta los niños hambrientos de Somalia parecen muñecos de efectos especiales al servicio de la diva. Es extraño ese turismo de la desgracia que se marcan los grandes nombres del espectáculo. Llegan vestidos de Memorias de África y revestidos de embajadores honorarios para autentificar que las imágenes que nos pasan cada día responden a la realidad. Hay que agradecerle ahora a Sofía Loren que nos recuerde que el hambre de Somalia es genuina y auténtica. Al fin y al cabo, cuando la verdad es tan indigerible necesitamos notarios que nos la traduzcan. Así, Sofía, que hasta hace poco nos anunciaba unas suculentas pastas italianas, se hace fotografiar en los sótanos de la miseria y latimos en su corazón y lloramos por sus lágrimas.El espectáculo del dolor se ha de ir a buscar lejos, tal vez porque sólo en la distancia nuestra responsabilidad se desvincula. Los paraísos y los infiernos del hombre necesitan la condición de inalcanzables para que podamos vivir instalados en un cierto confort. En una semana hemos visto las lágrimas de la prima Lilibet ante su palacio calcinado y el sufrimiento sincero de la ciudadana Sciccolone en los eriales africanos, y hemos pensado más en el emisor que en lo emitido. Ya no hay diferencias entre la pena privada y la pública. A fuerza de masajes ópticos nos estamos inmunizando ante demasiadas cosas y el músculo de la indignación se paraliza. Ahora sabemos que la solidaridad, cuanto más lejos, mejor sabe. Vibramos con las ballenas árticas, los rododendros amazónicos o los niños tibetanos. Pero no hay Sofías que vayan a fotografiarse a nuestro cercanísimo cuarto de atrás. Nos apiadamos del somalí de la tele, pero no damos asilo al somalí que nos pide trabajo. Cuando el drama nos pilla cerca no queremos notarios. Preferimos la distancia, ésa que es el olvido.

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