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Un surrealista multirracial

Hijo de un octogenario chino inmigrado en Cuba y de una criolla mestiza, Wifredo de la Concepción Lam y Castilla fue uno de esos fantásticos productos antropológicos en el que no sólo se cruzan las razas más dispares, sino las culturas más exóticas y antitéticas.A partir de esta base se comprende quizá mejor que eligiera ser pintor y que convirtiera su vida en una permanente aventura, considerando cualquier parte del planeta como si fuera su propia casa. De hecho, durante los 80 años de su fecunda existencia, visitó varios continentes, así como, fijándonos sólo en los lugares en los que llegó a residir varios años, resulta que Lam vivió, además, naturalmente, de en su Cuba natal, en España, Francia, Italia, EE UU, Haití..., una pintoresca relación de lugares sólo comparable a la de las respectivas nacionalidades de sus esposas: la española Eva Piris, la alemana Helena HoIzer y la sueca Lou Laurin.

La eclosión de los cuarenta

Lam se hizo pintor en España como discípulo de Sotomayor, pero su madurez creativa se produjo durante los años treinta, cuando intentaba una síntesis entre El Greco y Cézanne, mientras que su definitiva consagración le llegó junto a los surrealistas, con los que intimó en Marsella, mientras todos esperaban allí ser evacuados a América huyendo de la invasión nazi. Fue en esta década de los cuarenta en la que se produjo la auténtica eclosión artística de Lam y en función del modelo estupefaciente de Picasso, que, tan fuertemente marcó la mayor parte de la vida y de la obra de los mejores pintores del siglo XX. Lo que empezó a hacer entonces Lam se caracterizó por cuadros de ácidas e inquietantes atmósferas como de selvas tropicales, habitadas por extrañas criaturas en forma de alargados cuchillos y la presencia ritual de lo mágico y esotérico.Los grandes formatos, la ambigüedad de las formas y los signos, los gestos afilados y violentos, las gamas cromáticas verdosas, parduzcas o agrisadas, los espacios indefinidos y el rotundo arcaísmo de sus figuras, todo ello contribuyó a fascinar a la nueva generación de los expresionistas abstractos americanos, que vieron en él lo que entonces más buscaban: una iconología vernácula y una espontaneidad salvaje más aprovechable que la del resto de los refinados surrealistas europeos también refugiados en Nuéva York en la década de los cuarenta.

El mejor Lam, pictóricamente hablando, es el de las décadas de los cuarenta y cincuenta: en la primera de las citadas es cuando llega a formular su mundo y su estilo, mientras que en la segunda desarrolla unas técnicas de refinamiento que producen elegancia, pero sin restar misterio y agresividad.

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