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Tribuna
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El aguafuerte de Sarajevo

Tengo delante de mí una fotografía de agencia que recoge la muerte de dos adolescentes en los alrededores de Sarajevo. El periodismo moderno relata los hechos con tal veracidad que inmortaliza la noticia con rasgos de aguafuerte. El encuadre gráfico muestra los cuerpos abatídos de un joven y una niña alcanzados por la metralla de uno de los bandos que dirimen el reconocimiento, no se sabe bien, de sus desigualdades, etnias, miserias o rencores acumulados.El tema que narra el relato gráfico es de una crueldad sin sentido. Una pareja de jóvenes yace en el suelo junto a una bici cleta. El muchacho ocupa el primer plano de la escena: la mano, aún semiabierta, dispuesta para seguir empuñando los cuernos metálicos del manillar; sus piernas, cruzadas como para iniciar un paso de danza; su rostro, aún expresivo, rompe el dolor de la muerte con un gesto patético que irradia aún la belleza de su iuventud. Cubre con su cuerpo abandonado parte de la bicicleta, reluciente aún ante el instante fotográfico. Al fondo, el cuerpo de una niña en macabra simetría, como dormida en pasiva y despiada, frialdad asesina. Como único superviviente, un perro que husmea el pequeño paquete que llevaban consigo y que sirve de pedestal y epitafio en la improvisada tumba. Todos los protagonistas -el joven, la niña, la bicicleta- están abatidos en medio de un camino de tierra. "Sostener lo muerto", enunciaba Hegel, "es lo que requiere mayor fuerza", y que bien podría subtitular este amargo aguafuerte de Sarajevo.

Contemplando esta dolorida escena gráfica, la muerte M inocente, propia de un Brueghel, Goya o Picasso, me parecía vislumbrar el drama de la Europa fin de siglo, que reproduce con gran fidelidad la sintonía de dos lenguajes solidarios, el poder y la muerte, reflejando de manera inequívoca los límites de la razón y su propia impotencia hacia las técnicas que desarrolla el poder de dominación del señor sobre el esclavo.

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Una de las técnicas tal vez más desarrolladas por el Estado moderno sea la indiferencia hacia la muerte. Desoladoramente frío, el Estado moderno se ha transformado en un aséptico distanciador de la vida. Necesita de la vida, pero de un vivir atormentado por el dolor. Aquellas vidas que padecen el terror de la tortura, las matanzas codificadas, la humillación; la vida, en fin, reducida a los limbos de la enajenación. La dialéctica del poder y la muerte, tan elocuente en el siglo que concluye, parecía que en la Europa de los mercados se había recluido a los escasos claustros del pensamiento crítico y nunca más los fantasmas de las danzas de la muerte medieval, reproducidas con tanta fidelidad entre las alambradas del exterminio ario, podrían grabar aguafuertes tan dolorosos frente a Sarajevo.

El joven, la niña, el perro superviviente, reproducen a diario el triunfo de la muerte que vivimos, la muerte sin causa alguna, sin mitología que sublimar, como ejercicio servil para alcanzar los paraísos que anuncian las economías estabuladas del nuevo orden de dominación mundial. Mientras tanto, el filósofo calla; sólo la noticia del periodista describe la realidad: la muerte junto a los cedros de Líbano, entre los estercoleros de Soweto, en los recuerdos posmodernizados del muro de Berlín, en las termiteras del desierto, junto a los abedules de Perú... La muerte como único canon necesario se nos presentará como un simulacro para no perturbar el ensueño del silencio que nos hemos otorgado.

Sobre el drama sangrante del fin de siglo europeo se desvela el duelo y la melancolía de la racionalidad amputada y los sinsabores de una tecnociencia arrebatada por la lógica de la muerte hacia la naturaleza y el hombre. El joven, la niña y el perro caminaban hacia algún lugar buscando la salida del asedio, sin que les diera tiempo a advertir que la intuición de la escapada se había convertido en terror infranqueable.

A. Fernández-Alba es arquitecto.

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