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Tribuna
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El déficit político

Considera el articulista que acelerar la unión económica de Europa no debe retrasar la idea de la unión política, en la que cuestiones comunes como defensa, política exterior, política de minorías y medio ambiente, entre otras, admiten y exigen el proceso unitario sin que existan obstáculos objetivos para llevarlo a cabo.

Maastricht ha venido a agravar el permanente déficit político de la construcción comunitaria mediante un doble error de planteamiento. El primero, que habría que llamar mascarada federalista, ha consistido en la utilización del simulacro de una Europa federal como coartada para congelar la dimensión supragubernamental de la construcción europea. El confuso episodio en torno de la introducción del término federalista en el Preámbulo del Tratado, finalmente excluido por las presiones del Reino Unido, ha sido un espléndido auxiliar de esta convenida simulación.Ese fingido intento federalizador ha provocado la previsible reacción de alarma y repulsa de todos los nacional-estatalistas enfervorizados cruzados contra el satán federalista maastrichtiano. Lo que es particularmente inaceptable porque la simple lectura de los textos adoptados muestra que Maastricht no se propone, en modo alguno, federalizar a Europa, sino en el mejor de los casos, confederalizarla y que la arquitectura política a la que se apunta es clara y simplemente la de una Unión de Estados Europeos de predominante vocación intergubernamental.

Las pruebas de que Maastricht no quiere ir más allá de la creación de un espació institucional para la cooperación política de los estados son múltiples. La primera y capital es que en vez de extender la competencia comunitaria a los ámbitos más decisivos como la defensa y la seguridad, la política internacional, la justicia y la policía,. los somete y encuadra en el marco interestatal. La Política Exterior de Seguridad Común, la PESC, que el tratado instaura, exige, como corresponde a la práctica intergubernamental, la unanimidad de los Doce en las dos fases del proceso decisorio (la de la determinación de las orientaciones generales, y la de su puesta en práctica), limitando el uso de la mayoría, y además cualificada, a las solas medidas aplicativas.

A lo que habría que añadir la legitimación institucional del Consejo Europeo, expresión directa del poder de los Estados, que no tenía existencia jurídica, a pesar de las 46 reuniones que habían celebrado desde 1975, y al que el, tratado confiere un poder máximo, inapelable y, democráticamente, irresponsable. O la concesión de iniciativa legislativa al Comité de Ministros de la que antes carecía. Sin olvidar, algo, que puede parecer técnico, pero que es la demostración más palmaria de la opción, últimamente, nacional-estatalista de Maastricht. Me refiero a la facultad que se otorga a los Comités de representación de los Estados, en el interior del COREPER, de suspender, en cualquier momento, la fase ejecutiva de las decisiones, y además con efecto retroactivo. Y ¿qué decir de la prevista creación de comités intergubernamentales, para marcar, como en el fútbol, a los comités comunitarios, que, además de complicar la ya complicadísima trama "comitológica" de la Comisión, supondrá una interferencia permanente de los estados en la actividad comunitaria?

Monetarismo radical

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El segundo error es su planteamiento político-ideológico. Se diría que Maastricht se ha equivocado de siglo o de continente. El modelo económico de sociedad que nos impone no es el europeo de las tres últimas décadas -la economía social de mercado prevalente en Europa con la única excepción thatcheriana- sino el monetarismo radical. Si prescindimos de los partidos residuales de los extremos, el amplio arco partidista europeo, sea cual sea el nombre y la historia de sus componentes, participa y se nutre, para bien y para mal, de una sola y misma ideología: el social-liberalismo o liberalismo-social. Este unanimísmo ideológico de las formaciones políticas con vocación de gobierno, explica y funda, más allá de oportunismos y consideraciones tácticas, la variable y, sin embargo, coherente geometría de sus alianzas múltiples y diversas. Es decir, les confiere credibilidad, les estabiliza. Por ello, Maastricht al sacarlas de esa zona central, descoloca ideológicamente a las fuerzas que han de hacerlo posible, las desactiva y, sobre todo, radicaliza, totaliza e institucionaliza las contradicciones parciales con sus ideologías y sus clientelas en que muchas de ellas ya se encontraban. Este desajuste entre doctrina y acción puede ser un terrible multiplicador del rechazo de la política y de la implosión de la democracia que son los riesgos más graves para la convivencia ciudadana y para la estabilidad de las sociedades europeas. Los defensores de Maastricht presentan en su favor dos argumentos políticos: la irreversibilidad política del dispositivo conducente a la moneda única y la capacidad generadora de convergencia político-económica. que la misma posee. Pero ambos argumentos no resisten el análisis. Le bastará a cualquier país que pueda y no quiera continuar, con dejar que se le escape un poco su déficit público o su inflación o su deuda pública para convertir en reversible su irreversible compromiso con Maastricht.

Respecto de la convergencia, ¿cómo es posible que no hayamos aprendido de la experiencia norteamericana? El dólar, lejos de haber producido la convergencia de los mercados laborales ola homogeneidad de las tasas de crecimiento de los distintos estados de la Unión, ha reforzado sus disparidades, consolidando las especializaciones económicas y la división del trabajo, acentuando y legitimando sus desigualdades estructurales. Si de verdad buscamos la convergencia de los países europeos ¿por qué no incorporar al conjunto de parámetros monetarios que propone Maastricht alguna variable de tipo socio-económico, o por qué no crear indicadores mixtos que reúnan las dos perspectivas -inflación y paro, por ejemplo- como sugiere el profesor Gjebine? Por cierto, ¿en qué lugar figuraría España en esa hipótesis?

Queda pues claro que, a nosotros los federalistas europeos, Maastricht nos gusta muy poco. Pero aún nos gustan menos los antimaastrichtianos frenéticos, nuestros antónimos políticos, los sectarios del nacional estatalismo, los posesos del imperialismo de las patrias, los integristas de tambor y bandera. Vamos a estar pues contra ellos y por Maastricht contra Maastricht, como punto final de una etapa, la de la guerra fría, y punto de partida de la gran Europa política. ¿Cómo? Por de pronto cambiando de tercio. Para ello hay que dejarse de subterfugios y de bizantinismos de tecnócratas. y de expertos -decisiones por unanimidad que se aplican por mayoría, comités que vigilan y contrapesan a comités, complicados procedimientos de codecisión entre Consejo y Parlamento, inacabables reenvíos entre diferentes instancias- y afrontar con radicalidad la apuesta política y federal. Hablando de una Europa que se entienda y que proponga un gran proyecto movilizador.

Poder y Parlamento

Pues es obvio que convertir a Europa en chivo expiatorio de las impotencias de sus estados, aceptar que sus gobernantes se sirvan de Europa como coartada permanente para justificar sus decisiones más impopulares, hacer que los ciudadanos la perciban como el insoportable intervencionismo de una. burocracia átona, lejana y arbitrista que intenta controlar su vida en lo que tiene de más propio -las corridas de toros en España, los quesos en Francia, los usos cinegéticos en diversas regiones europeas- es provocar su desafección primero y su hostilidad después sin ninguna contrapartida. El rechazo danés, que el discurso político-periodístico, con la simplificación y la redundancia que le caracteriza, ha magnificado sin explicar, es el primer botón de una muestra que apenas está empezando.

Si queremos en serio una Europa común, alumbremos una opinión pública europea, promovamos una clase política europea, -con1deres y partidos de verdad europeos, organicemos candidaturas que merezcan el nombre de europeas y démosle el poder a un Parlamento Europeo finalmente constituyente.

Necesitamos un proyecto entusiasmante y lo tenemos. Esa gran Europa política y federal capaz de estabilizar, en el marco europeo, a los países post-comunistas, una estructura, al mismo tiempo, fuerte y abierta que funcione como plataforma de intercomunicación entre el Norte y el Sur, y que constituya la primera piedra de la Federación Mundial. Utopía necesaria que nada tiene que ver ni con el falso dilema "ampliación versus profundización" de la Comunidad Europea, ni con el parcheo que representan los acuerdos bilaterales entre ella y los estados de la Europa Central y Oriental.

La ampliación de la Comunidad en la perspectiva. británica y limitada al sólo marco de Maastricht supondrá un obstáculo más al proyecto de la Europa política. Las presiones de algunos países en el último Consejo Europeo en favor de la ampliación no dejan lugar a dudas.

Nada más práctico que una buena teoría, ni más realista que una utopía necesaria. Hoy, los países que pueden hacer la Europa política no la quieren y los que la quieren no la pueden. No utilicemos, pues, lo que no podemos -la extensión de la Comunidad Económica Europea a la gran mayoría de los estados europeos- como justificación de lo que no queremos: una Europa Federal. Hagamos simplemente lo posible.

Y ¿qué podemos? Antes que nada la Europa económica. Aceleremos el proceso de creación de ese núcleo central que es la Comunidad Económica y completémoslo con la institución del Mercado Común Continental que propone Jacques Attali y del que el espacio económico formado por los países comunitarios y los de la EFTA es un primer paso importante.

Pero simultáneamente lancemos la Europa política. Hoy, bastantes países de la Europa Central y Oriental y del Mediterráneo Norte, así como algunos de la Europa Atlántico-Continental, estarían dispuestos "a comenzar la creación de la Europa política mediante el establecimiento de una defensa conjunta y de una política exterior común; mediante la instauración de reglas de arbitraje para el terna de las minorías y de los problemas de fronteras, con la posible intervención del ejército europeo en caso de incumplimiento de lo pactado; mediante una política homogénea del medio ambiente; y, en general, mediante el ejercicio de una soberanía compartida. ¿Por qué no hacerlo?

Esta Europa política debería estar vinculada a la Europa Económica -Comunidad Económica Europea y Mercado Común Continental- por medio de mecanismos flexibles y complejos, que no es éste ni el lugar ni el momento de discutir, que estimula sen la convergencia de sus economías, a la par que recompensa su vocación política común.

El fin de la guerra fría ha vuelto a poner las cosas en su sitio. En la construcción de Europa el primado ya no corresponde a la Economía sino a la Política. Maastricht es la fórmula confederal de la Europa económica. Digámosle que sí para entrar enseguida en la fase postMaastricht. La de la Europa política y federal.

José Vidal-Beneyto es presidente de la Unión de Federalistas Europeos en España.

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